Los haitianos luchan por sobrevivir en medio de violencia de pandillas en la capital
Al atardecer, un hombre corpulento grita por un megáfono mientras una multitud curiosa se reúne a su alrededor. Junto a él hay una caja de cartón pequeña con varios billetes de 10 gourdes haitianos (unos 7 centavos de dólar estadounidense).
“¡Cada uno dé lo que tenga!”, grita el hombre mientras agarra los brazos y las manos de quienes ingresan a un barrio de la capital de Puerto Príncipe que está en la mira de pandillas violentas.
La comunidad votó recientemente a favor de comprar una barricada de metal e instalarla ellos mismos para tratar de proteger a los residentes de la implacable violencia que mató o hirió a más de 2.500 personas en Haití de enero a marzo.
“Todos los días me despierto y encuentro un cadáver”, dijo Noune-Carme Manoune, una agente de inmigración.
La vida en Puerto Príncipe se ha convertido en un juego de supervivencia que empuja a los haitianos a nuevos límites al tratar de mantenerse seguros y con vida mientras las pandillas abruman a la policía y el gobierno permanece mayoritariamente ausente. Algunos instalan barricadas metálicas. Otros aceleran a fondo cuando conducen cerca de áreas controladas por pandillas. Los pocos que pueden permitírselo acumulan agua, alimentos, dinero y medicamentos, cuyos suministros han disminuido desde que el principal aeropuerto internacional cerró a principios de marzo. El puerto marítimo más grande del país está paralizado en gran parte por bandas saqueadoras.
“La gente que vive en la capital está encerrada, no tiene a dónde ir”, dijo en una declaración reciente Philippe Branchat, jefe de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) en Haití. “La capital está rodeada por grupos armados y peligro. Es una ciudad bajo sitio”.
Los teléfonos suenan a menudo con alertas que informan de disparos, secuestros y tiroteos mortales, y algunos supermercados tienen tantos guardias armados que parecen pequeñas comisarías de policía.
Los ataques de las pandillas solían ocurrir sólo en ciertas zonas, pero ahora pueden suceder en cualquier lugar y en cualquier momento. Quedarse al interior no garantiza la seguridad: un hombre que jugaba con su hija en casa recibió un disparo en la espalda de una bala perdida. Otros han sido asesinados.
Las escuelas y gasolineras están cerradas y el combustible en el mercado negro se vende a 9 dólares el galón, alrededor de tres veces el precio oficial. Los bancos han prohibido a los clientes retirar más de 100 dólares al día, y los cheques que antes tardaban tres días en liquidarse ahora tardan un mes o más. Los agentes de policía tienen que esperar semanas para recibir su pago.
“Todo el mundo está bajo estrés”, afirmó Isidore Gédéon, un músico de 38 años. “Tras la fuga de la prisión, la gente no confía en nadie. El Estado no tiene el control”.
Las pandillas que dominan alrededor del 80% de Puerto Príncipe lanzaron ataques coordinados el 29 de febrero contra infraestructura estatal crítica: Incendiaron comisarías, dispararon contra el aeropuerto e irrumpieron en las dos prisiones más grandes de Haití y liberaron a más de 4.000 reclusos.
En ese momento, el primer ministro Ariel Henry visitaba Kenia para impulsar el despliegue de una fuerza policial respaldada por la ONU. Henry sigue sin poder regresar a Haití, y un consejo presidencial de transición encargado de seleccionar al próximo primer ministro y gabinete del país podría prestar juramento esta misma semana. Henry se ha comprometido a dimitir una vez que se instale un nuevo líder.
Pocos creen que eso pondrá fin a la crisis. No son sólo las pandillas las que desatan la violencia: los haitianos han adoptado un movimiento de autodefensa conocido como “bwa kale”, que ha matado a varios cientos de presuntos pandilleros o sus asociados.
“Hay ciertas comunidades a las que no puedo ir porque todos tienen miedo de todos”, dijo Gédéon. “Podrías ser inocente y terminar muerto”.
Más de 95.000 personas han huido de Puerto Príncipe tan sólo en un mes mientras las pandillas saquean comunidades, incendian casas y matan a personas en territorios controlados por sus rivales.
Quienes huyen en autobús a las regiones del sur y del norte de Haití corren el riesgo de sufrir violación en grupo o ser asesinados al pasar por zonas controladas por pandillas donde hombres armados han abierto fuego.
La violencia en la capital ha dejado a unas 160.000 personas sin hogar, según la OIM.
“Esto es un infierno”, dijo Nelson Langlois, productor y camarógrafo.
Langlois, su esposa y sus tres hijos pasaron dos noches acostados en el techo de su casa al tiempo que las pandillas saqueaban el vecindario.
“Una y otra vez mirábamos para ver cuándo podíamos huir”, recordó.
Obligados a separarse por la falta de alojamiento, Langlois vive en un templo vudú y su esposa e hijos están en otro lugar de Puerto Príncipe.
Como la mayoría de la gente en la ciudad, Langlois suele permanecer al interior. Los días de jugar fútbol informal en caminos polvorientos y las noches de beber cerveza Prestige en bares con hip-hop, reggae o música africana quedaron muy atrás.
“Es una prisión al aire libre”, dijo Langlois.
La violencia también ha obligado a negocios, agencias gubernamentales y escuelas a cerrar, lo que ha dejado a muchos haitianos desempleados.
Manoune, la agente de inmigración del gobierno, dijo que ahora su ingreso proviene de vender agua tratada porque no tiene trabajo ya que las deportaciones están estancadas.
Mientras tanto, Gédéon refirió que ya no se gana la vida tocando la batería pues los bares y otros lugares de reunión están cerrados. Vende pequeñas bolsas de plástico con agua en la calle y se ha convertido en un autoempleado de mantenimiento que instala ventiladores y arregla electrodomésticos.
Incluso los estudiantes se incorporan a la fuerza laboral a medida que la crisis profundiza la pobreza en todo Haití.
Sully, un estudiante de 10mo grado cuya escuela cerró hace casi dos meses, se encontraba en una esquina de la comunidad de Pétion-Ville donde vende gasolina que compra en el mercado negro.
“Debes tener cuidado”, explicó Sully, quien pidió que no se revelara su apellido por seguridad. “Durante la mañana es más seguro”.
Vende unos cinco galones por semana, lo que genera aproximadamente 40 dólares para su familia, pero no puede permitirse el lujo de unirse a sus compañeros de clase quienes aprenden de manera remota.
“Las clases en línea son para personas más afortunadas que yo, que tienen más dinero”, dijo Sully.
La Unión Europea anunció la semana pasada la creación de un puente aéreo humanitario desde el país centroamericano de Panamá hasta Haití. Cinco vuelos aterrizaron en la ciudad norteña de Cap-Haïtien, sede del único aeropuerto en operaciones de Haití, con 62 toneladas de medicamentos, agua, equipo para refugios de emergencia y otros suministros esenciales.
Pero no hay garantía de que los artículos lleguen a quienes más los necesitan. Muchos haitianos siguen atrapados en sus hogares sin la posibilidad de comprar o buscar comida en medio de las balas.
Los grupos de ayuda dicen que casi 2 millones de haitianos están al borde de la hambruna, más de 600.000 de ellos niños.
No obstante, la gente encuentra formas de sobrevivir.
De regreso en el vecindario donde los residentes instalan una barricada metálica, saltan chispas cuando un hombre corta metal mientras otros palean y mezclan cemento. Van muy avanzados y esperan terminar el proyecto pronto.
Otros se muestran escépticos y citan informes de bandas que saltan a palas cargadoras y otros equipos pesados para derribar comisarías y, más recientemente, barricadas metálicas.