‘Stranger Things 5’, volumen 1: la serie emblemática de Netflix apuesta por la fórmula Marvel
El mega éxito de Netflix sigue siendo divertido y envolvente. Pero, ¿logrará un final a la altura?
El pequeño pueblo de Hawkins, Indiana, ha vivido demasiado. Desde 1983, cuando un niño desapareció sin dejar rastro, sus habitantes se han enfrentado a criaturas de otro mundo, científicos desquiciados y funcionarios del gobierno. Ahora, después de todo eso, permanecen bajo cuarentena militar.
Así es el universo de Stranger Things, una mirada con tintes de horror a los años de auge reaganiano en Estados Unidos, que vuelve nueve años después de su estreno para iniciar su despedida.
Aunque el título en neón anuncia “Stranger Things 5”, la temporada retoma de inmediato los cabos sueltos de la cuarta. Vecna (Jamie Campbell Bower), el villano definitivo, sigue oculto en el Upside Down, ese inframundo gris que se extiende bajo Hawkins. En la superficie, el grupo traza el plan para derrotarlo. Hopper (David Harbour) instala un dojo donde Eleven (Millie Bobby Brown) afina las habilidades que podrían darle ventaja.
Al mismo tiempo, el resto del equipo de niños y jóvenes que carga con la misión de salvar al mundo prepara una operación para acceder al Upside Down y cerrar de una vez por todas lo que comenzaron. “Parece un día bastante normal en Hawkins”, anuncia Rockin’ Robin (Maya Hawke) a la comunidad, aun sabiendo que la normalidad rara vez dura en el pueblo. Poco después, las nuevas incursiones de Vecna en el mundo real dejan al descubierto un plan inquietante que apunta a repetir la historia…
Desde su estreno en 2016, Stranger Things se consolidó como una pieza central del contenido original de Netflix. Su mezcla de aventura juvenil, humor y un thriller sobrenatural bien construido conquistó al público desde el primer momento.
La plataforma además evitó acelerar el desarrollo y permitió que el mundo, los personajes y la amenaza crecieran con coherencia. Con esa base, este primer bloque de episodios finales llega con todo firme. “No paramos hasta estar seguros de que ese bastardo arrugado, sin nariz y podrido quede muerto y enterrado”, dice Mike (Finn Wolfhard) a su grupo fanático de Dungeons and Dragons. Ese espíritu define la temporada.
Incluso cuando sus amigos y familiares enfrentan un peligro mortal, el grupo mantiene los chistes y una irreverencia que impide que la serie caiga en su propio abismo. Ese tono familiar, ágil, animado y divertido se sostiene a lo largo de estos episodios finales.
Todo eso sigue funcionando, igual que el excelente diseño de producción de Stranger Things —una prueba de que no toda serie de Netflix debe verse mal— y su apuesta por usar canciones icónicas de Diana Ross, The Chordettes o Tiffany. Pero esta última temporada también cae en lo que llamo “marvelización”: la idea de que el drama debe desarrollarse ante una lucha interminable entre humanos y fuerzas extraterrestres. “Hay una línea muy fina entre la valentía y la estupidez”, advierte Hopper a su hija adoptiva.
También existe una línea muy fina entre la tensión y la dilación. Los episodios de este primer bloque duran entre 57 y 86 minutos (el final de la cuarta temporada se extendió hasta unos agotadores 139 minutos), lo que obliga a repetir hasta el cansancio secuencias de casi matar demogorgons, casi escapar de Vecna y casi salvar a la humanidad. La gratificación diferida es una herramienta habitual para construir una narrativa adictiva, pero Stranger Things agradecería un poco más de gratificación y un poco menos de espera.
Y luego está el problema del Upside Down. El antecedente estético más claro de Stranger Things es probablemente IT, de Stephen King, una novela de formación situada en otro pueblo estadounidense acosado por fuerzas subterráneas.
En sus primeros años, la serie entendía que su encanto estaba en ver a esos niños vivir aventuras decisivas, mientras solo a ratos se asomaban a la fantasía pura. Hoy la historia transcurre casi por completo dentro o alrededor del Upside Down y las apuestas nunca bajan de lo crítico. Es como IT si el 90 por ciento del libro mostrara a Pennywise enseñando los dientes y persiguiendo a los niños. Falta el contraste, esa mezcla de luz y sombra que en las temporadas iniciales revelaba el pulso emocional del relato.
Ese pulso sigue presente en el grupo de chicos, ya casi adultos, que creció dentro de los sets creados por los hermanos Duffer. Si bien uno o dos lucen algo desajustados en pantalla, el casting original fue preciso. A esto se suman las actuaciones intensas y comprometidas de Winona Ryder y David Harbour. “A veces la gente necesita que alguien crea en ellos”, dice Joyce con la voz quebrada y una sinceridad enorme, “y entonces puede lograr cosas increíbles”.
Además, Joe Keery y Maya Hawke, en los roles de Steve y Robin, terminan robándose la mayoría de sus escenas. El reparto sostiene la serie y, aun cuando la trama se estanca o se vuelve difícil de seguir, el carisma de sus intérpretes alcanza para recuperarte, igual que una cinta de Kate Bush que vuelve a sonar y te atrae otra vez a la habitación.

Habrá que esperar al Año Nuevo para ver cómo concluye Stranger Things y comprobar si logra un cierre a la altura. Aun así, los hermanos Duffer construyeron algo admirablemente envolvente en ese pueblo golpeado llamado Hawkins y en la mala suerte de sus habitantes.
El riesgo ahora es que el afán por ofrecer un final espectacular termine opacando esos momentos entrañables y emotivos en los que la serie exploraba uno de los grandes temas del cine: encontrar tu lugar en el mundo mientras dejas atrás la infancia.
Traducción de Leticia Zampedri




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