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El Ejército que se queda en las calles: abusos, masacres e impunidad

El Senado mexicano aprobó la permanencia del Ejército en tareas de seguridad pública hasta el 2028 sin un plan para profesionalizar a las policías y regresar a los elementos a los cuarteles o mecanismos para conseguir que rindan cuentas por las violaciones a los derechos humanos; de esto escribe Soledad Villa

Miércoles, 05 de octubre de 2022 16:54 EDT
<p>MEXICO-EJÉRCITO</p>

MEXICO-EJÉRCITO

En las últimas semanas el Ejército ha estado en la cima de los temas de conversación, una institución que desde el 2006 nos acostumbramos a ver en las calles de diferentes ciudades del país. El verde de sus uniformes, empuñando de forma regular armas de alto poder, a bordo de camionetas patrullando los caminos.

Poco a poco, la relación de la ciudadanía con las Fuerzas Armadas se ha visto disminuida. Tras ser aquellos que salían de sus cuarteles solo ante las emergencias o desastres naturales para auxiliar a la población, ahora son grupos que, en localidades como Tlatlaya, Nochixtlán o Ayotzinapa, son sinónimo de represión, corrupción y violencia.

"Las Fuerzas Armadas están entre las mejores instituciones de México (...) Se trata de un Ejército revolucionario, surgido del pueblo y que ha experimentado pocos quiebres en su unidad y disciplina", dijo Andrés Manuel López Obrador en su primer día de gobierno.

Desde entonces, la intención de hacer una fuerte alianza con las Fuerzas Armadas estaba clara, "estoy seguro que voy a contar con el apoyo de ustedes, porque saben que tenemos el problema de la inseguridad y la violencia como nunca antes" les había dicho a los soldados días antes.

Desde el 2006 hasta el arribo de AMLO a la presidencia, la Sedena (Secretaría de la Defensa Nacional) estuvo involucrada en 4.495 enfrentamientos y la Secretaría de Marina en 398; en ese periodo también se multiplicaron las violaciones a los derechos humanos en contra de la población civil, incluyendo tortura, desaparición forzada, abuso sexual y ejecuciones extrajudiciales.

Ante las denuncias, el gobierno y los altos mandos de las Fuerzas Armadas señalaron a las víctimas como “agresores”, “narcotraficantes”, “criminales” o “delincuentes”, justificando sus acciones.

El mismo López Obrador acusó antes al Ejército de cometer masacres, como en Nayarit, en donde, desde un helicóptero de la Marina, ametrallaron hacia un poblado, persiguiendo a un supuesto narcotraficante, dejando 12 personas muertas.

Un mes más tarde, en el 2017, en plena campaña por la presidencia de la República, AMLO aseguró que las Fuerzas Armadas no deberían emplearse para tareas de seguridad pública.

"Yo respeto mucho a las Fuerzas Armadas, nada más que nosotros no vamos a utilizar al Ejército para enfrentar la inseguridad y la violencia", dijo en una gira por Veracruz.

El Ejército que se queda en las calles

En las Fuerzas Armadas existe una sola regla, la de la obediencia. No hay espacio a los cuestionamientos, ni existe una opción para disentir y ejercer el sentido común. La fuerza es la herramienta que se enseña y se procura entre sus filas, en ella encuentra respaldo la superioridad de la institución.

Así lo demuestran los cientos de casos de abuso y acoso sexual que develaron los correos electrónicos filtrados por el grupo de hackers Guacamaya. Conductas que rara vez son castigadas y que, más bien, se incentivan con el silencio cómplice.

Razonar no es parte del adiestramiento, como tampoco lo es hacer preguntas, ambas quedan relegadas al ámbito civil. Para los elementos del Ejército y la Marina se reserva la misión de acabar con el “enemigo”, sin importar cuál sea, mientras les sea señalado. “Nosotros” y “los otros” es la premisa que rige en el ambiente castrense.

El “enemigo”, entonces, puede ser cualquiera. En 1968, fue un grupo de estudiantes reunidos en Tlatelolco que pedían mayor libertad política; en 1994, un grupo de campesinos de Chiapas que buscaban la reivindicación de los derechos de los pueblos indígenas.

En Tlatlaya el ejército recibió la orden de “abatir” delincuentes en “horas de oscuridad"

En el 2007 una mujer nahua de 73  años, originaria de la sierra de Zongolica, Veracruz, murió luego de ser violada en repetidas ocasiones por un grupo de militares. Ernestina Ascencio Rosario alcanzó a identificar a sus agresores con su último aliento, sin embargo, la Procuraduría cerró la investigación meses después concluyendo que había fallecido de “causas naturales”.

Antes, el Ejército se deslindó rápidamente de las inculpaciones y el parte oficial forense declaró que la causa del deceso de la mujer había sido anemia y diversas complicaciones gastrointestinales.

Según Amnistía Internacional, desde 1994 a ese momento, se tenían documentadas 60 agresiones sexuales contra mujeres indígenas y campesinas por parte de integrantes de las Fuerzas Armadas, sobre todo en Guerrero, Chiapas y Oaxaca.

El 19 de marzo de 2010, Arredondo y Mercado, dos estudiantes del Tecnológico de Monterrey, fueron acribillados por militares cuando salían de su propia universidad. Las autoridades dijeron en un primer momento que los jóvenes estaban “armados hasta los dientes”.

El 30 de junio de 2014, elementos del Ejército ejecutaron a 22 civiles, a quienes acusaron de formar parte de una organización criminal.

"Ellos (los soldados) decían que se rindieran y los muchachos decían que les perdonaran la vida. Entonces (los soldados) dijeron: ‘¿No que muy machitos, hijos de su puta madre? ¿No que muy machitos?’. Así les decían los militares cuando ellos salieron (de la bodega). Todos salieron”, contó una mujer que fue testigo de la masacre.

“Se rindieron, definitivamente se rindieron. (…) Entonces les preguntaban cómo se llamaban y los herían, no los mataban. Yo decía que no lo hicieran, que no lo hicieran, y ellos decían que ‘esos perros no merecen vivir’. (…) Luego los paraban así en hilera y los mataban. (…) Había un lamento muy grande en la bodega, se escuchaban los quejidos", relató.

“¡Está vivo! ¡mátalo!” en enfrentamiento en Nuevo Laredo Tamaulipas

Tan solo tres meses más tarde, la noche del 26 de septiembre, 43 estudiantes de la Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, fueron sometidos a desaparición forzada. Ocho años después, la investigación del propio gobierno de Andrés Manuel López Obrador descubrió que los militares del 27 Batallón de Infantería eliminaron a, por lo menos 6 de ellos, y accedieron a recibir en sus instalaciones los restos de otros que se movieron para evitar que fueran encontrados.

El 19 de junio de 2015, otro enfrentamiento del Ejército con civiles en el pueblo de Santa María Ostula, Michoacán, que quedó grabado, dejó un saldo de tres muertos, entre ellos dos niños, y un número indeterminado de heridos.

En el 2017, salieron a la luz videos de ejecuciones extrajudiciales en Palmarito Tochapan, Puebla, en donde los militares perseguían huachicoleros. En las imágenes se aprecia a uno de los militares dar el tiro de gracia a una persona tendida en el suelo.

En septiembre de 2020, en Chihuahua, 13 elementos de la Guardia Nacional dispararon contra una pareja de agricultores que circulaban a bordo de su automóvil tras participar en una manifestación en la presa “La Boquilla”, la mujer falleció y su esposo quedó malherido.

Apenas el 30 de agosto de este 2022, Heidi, de 4 años, murió por el impacto de una bala en la cabeza cuando elementos de la Sedena perseguían un vehículo en Nuevo Laredo, Tamaulipas.

Lo más reciente, ha sido la denuncia del espionaje ilegal que se realiza contra periodistas y defensores de Derechos Humanos con herramientas de monitoreo remoto adquiridas por el Ejército en esta administración.

La lista sigue, y lo que revela es una conducta sistémica, la violación de los derechos humanos de los propios elementos castrenses y de los civiles, como norma.

Ese es el ejército que se queda en las calles, sin control o restricción posible y con la fuerza necesaria para doblegar cualquier resistencia, externa o doméstica, si ésta representa una amenaza a su estructura.

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