Expansión de energía eólica encuentra resistencia generalizada en noreste de Brasil
Los primos Nilson José dos Santos y Geremias da Cruz dos Anjos crecieron juntos en comunidades rurales vecinas en el empobrecido noreste de Brasil. Lo escabrosa que es la tierra ahí y las sequías recurrentes la hacen inadecuada para la agricultura comercial que ha transformado gran parte del país. No obstante, las empresas de energía han encontrado algo que cosechar: El viento.
Los cambios al uso de la tierra han sido drásticos. Enel Green Power, una empresa italiana productora de energía, ha instalado uno de los parques eólicos más grandes de Latinoamérica —con 372 turbinas— en el que invirtió más de 1.400 millones de dólares.
Los primos han tenido experiencias muy diferentes con el desarrollo —una muy buena y otra muy mala— que otorgan una mirada a las prácticas de las empresas eólicas que está generando una resistencia creciente a este tipo de energía limpia en el país. Brasil se ha convertido rápidamente en el quinto mayor productor de energía eólica del mundo.
Sumidouro, la comunidad de dos Santos, es un quilombo —una comunidad de descendientes de esclavos afrobrasileños fugitivos— formalmente reconocido. Él fue parte de la labor para recibir este reconocimiento por parte del gobierno. En cierto modo, ese esfuerzo, que resultó en la propiedad de la tierra, lo preparó a él y a sus vecinos para negociar con las empresas de energía. Con el título de propiedad en mano, exigieron acuerdos y lograron mantener las turbinas a distancia. La última casa de Sumidouro, que pertenece al agricultor João de Souza Silva, está a 1,6 kilómetros (1 milla) de la primera aeroturbina.
Dos Santos quiere que el mundo comprenda que la comunidad no está en contra del desarrollo energético, sino que la gente sólo quiere participar en el proceso.
“Trabajamos para construir un capullo protector para así ser menos vulnerables a estos grandes proyectos”, dijo durante una entrevista con The Associated Press.
También negociaron algo crucial: Agua potable. La casa de dos Santos está al final de un camino angosto y de tierra. Recuerda ir a buscar agua a los 10 años montado en burro hasta un manantial a 3.2 kilómetros (2 millas) para llenar barriles de madera. Demasiado pequeño para levantarlos solo, esperaba hasta que alguien viniera a ayudar. A los 13 ya lo hacía él. Ahora, las 48 familias de su comunidad están conectadas a un sistema de agua comunitario, gracias a acuerdos con Enel y dos empresas de transmisión eléctrica.
“Todos pueden abrir el grifo y tener agua”, agregó dos Santos.
Más allá de las dispersas casas sencillas con árboles frutales y cabras errantes que componen la comunidad, otras mejoras son visibles: Hay una cancha deportiva, un centro cultural y comunitario y un cobertizo para equipos agrícolas.
Las plantas nativas, conocidas aquí como caatinga, fueron taladas para dar paso a las líneas de transmisión que llevan la electricidad desde el parque eólico hasta donde se necesita. A cambio de esta pérdida de vegetación, Sumidouro también aseguró dinero para investigaciones sobre la cría de cabras —el ganado más apto para este clima semiárido— y para que las abejas produzcan miel.
“Lo único que tenemos es el ruido”
Justo al final del camino de tierra de Sumidouro se encuentra la comunidad de Lagoa, que es también un quilombo de afrodescendientes, pero que carece de reconocimiento formal. Aquí, las 22 familias no obtuvieron beneficios adicionales de la empresa eólica. El primo de dos Santos y las otras personas dependen del agua transportada por camiones cisterna.
“Lo único que tenemos es el ruido”, lamentó dos Anjos, de 37 años, quien vive a 560 metros (612 yardas) de una turbina. Esa distancia cumple con las directrices brasileñas e internacionales, pero dos Anjos dice que le cuesta lidiar con un sonido como el de un viento fuerte que nunca amaina.
Al principio, Enel se reunió con los ancianos de la comunidad de Lagoa, recordó dos Anjos, pero pronto la empresa comenzó a negociar con las familias de forma individual.
“Decían que si no firmábamos ... construirían de todos modos”, agregó.
La casa de dos Anjos está a poca distancia de la casa de Silva en Sumidouro, pero el agua potable no llega a la suya, por lo que, durante la estación seca, cuando el agua escasea, gasta alrededor de 120 dólares al mes para comprarla. Es el mayor gasto para esta familia de cuatro miembros, que viven de un pequeño terreno de cultivo de frijoles y maíz, la cría de cabras y la ayuda del gobierno.
Las paredes de su casa de dos dormitorios construida con bloques de arcilla se agrietaron y dos Anjos sospecha que la causa fue la turbina eólica. Cuando el tráfico de camiones hacia el parque eólico es intenso, el polvo en el interior es abrumador. Las peticiones comunitarias de pavimentación no han tenido respuesta.
La única diferencia aparente entre las dos comunidades es que una es reconocida por el gobierno y la otra no. Eso dejó a Lagoa sin las estrictas protecciones otorgadas a las comunidades tradicionales en Brasil.
En esto, Lagoa es la regla, no la excepción. Sólo el 13% de los quilombos tienen reconocimiento oficial, un proceso que puede tomar más de dos décadas —un ritmo mucho más lento que el de la concesión de licencias y la construcción de parques eólicos. Este desajuste tiene un mayor impacto en el noreste, donde vive casi el 70% de los quilombolas o residentes.
En una respuesta escrita a la AP, Enel subrayó que la construcción de los parques eólicos siguió la ley brasileña y que se consultó a todas las comunidades cercanas.
Expuso que el complejo eólico “no está ubicado en una zona reconocida como ‘protegida’ por las autoridades pertinentes”. Agregó que el gobierno federal necesitaba un plan para Sumidouro y Enel escuchó lo que quería la comunidad.
Enel reportó que sólo una casa resultó dañada durante la construcción y que fue renovada. La compañía sostuvo que siguió las directrices tanto de la Organización de Naciones Unidas (ONU) como de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE).
Un movimiento contra el viento toma forma en Brasil
Dos Anjos recomendó que otras comunidades negocien más duramente las prioridades comunitarias con las empresas que producen energía con el viento o contrarresten los proyectos de energía eólica.
De hecho, está en aumento un movimiento en oposición a esta energía, o al menos para garantizar que el desarrollo de nuevas energías incluya a la población local. Varios grupos ambientalistas y sociales, la mayoría liderados por mujeres, se han unido bajo un grupo paraguas llamado Noreste Potencia. En enero publicaron una lista de mejores prácticas propuestas para los desarrolladores eólicos, el gobierno en todos los niveles, el poder judicial y las agencias de financiación.
Luego, en febrero, un grupo de mujeres viajó a Brasilia, la capital, para hacer escuchar su voz y entregar el documento a las agencias federales. El mes siguiente, miles de mujeres agricultoras salieron a las calles de Areial, en el estado de Paraíba, para protestar contra los proyectos eólicos. Un mural mostraba los aerogeneradores junto a tocones de árboles, una valla de alambre de púas y una casa llena de grietas. Las cercas pueden limitar las áreas de plantación y pastoreo.
Recientemente, el Instituto de Estudios Socioeconómicos de Brasil, una organización científica y tecnológica sin fines de lucro, examinó 50 contratos eólicos de todo el noreste de Brasil y encontró que los pequeños agricultores reciben muy poco por arrendar sus tierras para uso de generación de energía eólica. También descubrió una falta de transparencia. Los propietarios de tierras, por ejemplo, no tienen forma de verificar la cantidad de energía que producen las empresas eólicas.
En Lagoa, dos Anjos se pregunta por qué todavía tiene que ir a buscar agua cuando la compañía eólica consideró apropiado entubarla hasta la casa de su primo en la comunidad vecina.
“Somos vecinos, somos parientes, todos somos una familia grande”, dijo.
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