Sinaloa: En la tierra de “El Chapo”; un encuentro fortuito con sicarios al servicio de Ovidio Guzmán
En la quinta parte de “Narcomundo”, la investigación especial de Independent en Español, José Luis Montenegro se adentra a las zonas serranas de Sinaloa y descubre un gran rancho al cuidado de sicarios del Cártel de Sinaloa, en específico, de la célula comandada por “El Ratón”
Si hay una persona que ha vivido los entretelones de la criminalidad en Sinaloa y puede hablar de ellos sin tapujos es Francisco Villa Gurrola, el ministro de la Iglesia Apostólica de la comunidad de Badiraguato, la tierra natal de “El Chapo” Guzmán. Gurrola asegura que se reúne frecuentemente con la madre del capo sinaloense, la señora Consuelo Loera; y con sus hermanas, Bernarda y Armida Guzmán Loera, pues profesan la misma fe y están convencidas que “el camino de Dios es la única ruta para la salvación”.
Villa Gurrola contesta el teléfono y asegura que está ubicado al pie de la carretera Juan San Millán, cerca del arco que da la bienvenida al municipio. “Aquí lo espero. En todo momento, se agradece la visita de un amigo”, añade amablemente. La comunicación ha sido continua, por lo menos en los últimos seis meses. Además de su labor religiosa, Villa vende frutas y quesos en la vialidad que conduce a Batopito, El Carrizalejo y Las Olorosas, tres de los poblados que, en años recientes, han estado en la mira del Ejército Mexicano debido a la implementación de operativos militares, que han culminado con la identificación y destrucción de laboratorios clandestinos donde se fabrican drogas sintéticas, entre ellas, el fentanilo.
El ministro apostólico, portando una camisa azul un poco rasgada, así como un pantalón negro y unos huaraches manchados de lodo, lanza una bendición y ofrece una de las manzanas que vende a los viajeros. Los duraznos en dulce que prepara están encima de su viejo auto de color gris en frascos de vidrio. Guarecidos bajo la sombra de un árbol, inicia una charla intensa como el calor y la humedad de esa zona de selva baja. “Pensé que no iba a venir, amigo. Ahora solo tenga mucho cuidado con lo que dice. Aquí hasta los árboles tienen oídos”, comenta.
–¿Cómo percibe la inseguridad en Sinaloa? ¿Ha habido algún incremento en actos delictivos en el estado?
“Sí, creo que ha aumentado la inseguridad y ha aumentado la violencia. Ha habido operativos militares, como casi siempre, pero hay una calma tensa”.
–Usted tuvo una relación cordial con “El Chapo” Guzmán, ¿de qué hablaron y cómo lo trató cuando aún estaba libre?
“Siempre hubo un buen trato, muy comprensible, muy razonable. Fue buena la plática y tratamos varios temas que, por seguridad, prefiero no decir. Pero fue buena la charla. Entre esos tópicos, te puedo comentar que hablamos de la necesidad de que obedeciera a Dios y me escuchó de buena gana. No sé si lo hizo, pero aceptó mi consejo”.
–¿Qué opina del denominado “Culiacanazo”, considera que las autoridades mexicanas actuaron bien al dejar en libertad a Ovidio Guzmán?
“No tengo mucho qué decir. Fue un mal operativo, una mala ejecución. Simplemente un fracaso”.
Días después del operativo que emprendieron fuerzas castrenses en Sinaloa para capturar a Ovidio Guzmán López, Villa Gurrola contestó el teléfono y alertó: “No venga al estado. Las cosas están muy calientes”. En aquella ocasión, el pastor, en un tono molesto, comentó que “los chicos –refiriéndose a Iván Archivaldo y Jesús Alfredo Guzmán Salazar– hicieron lo que tenían que hacer. La sangre llama y era obvio que iban a defender a su hermano”. El miedo, nuevamente como un arma de control social, estaba rindiendo frutos. Ante el planteamiento de visitar Badiraguato o Jesús María en aquellos días, el religioso reiteró: “Te pueden confundir con otra persona. Hay mucha gente armada”.
–¿Qué opina de la balacera en el bar Casanova, donde “El Guanito” y sus hombres, enfrentaron a tiros a la Policía local?
“Yo creo que, con base en los favores que le deben [a ‘El Guanito’], tambien actúan. No tengo mayor opinión al respecto”.
–En ese tenor, ¿ el mandatario Rubén Rocha Moya está comprometido en reforzar la seguridad del estado, ahora que el partido Morena gobierna Sinaloa?
“No creo. No es ese partido el que tiene los principios morales ni éticos. Entraron de manera muy arbitraria y no tengo la menor esperanza de que nos vaya a ir mejor”.
–Muchos niños y jóvenes en Sinaloa prefieren enlistarse a los grupos del narcotráfico, en lugar de estudiar una carrera profesional…
“Eso pasa porque no hay oportunidades. Es una batalla. Salen de la escuela y no hay lugares para trabajar. Debido a eso, la juventud está tomando otras alternativas que, obviamente, no son las mejores; pero no hay una preocupación del Gobierno Estatal por otorgar empleos. Sinaloa es muy rico en minerales, en turismo y demás sectores, pero no hay una iniciativa real para emplear a los jóvenes”.
–La política anticrimen del presidente López Obrador de “abrazos no balazos”, ¿cree que esté acabando con la criminalidad en Sinaloa?
“Definitivamente, no. Esa política es un verdadero fracaso. Es totalmente negativa. No tenemos una solución porque ese señor [Andrés Manuel López Obrador] no quiere hacer nada”.
Por momentos, el pastor de Badiraguato interrumpe la charla y saluda a los automovilistas. Grita bendiciones y avienta manzanas a los vehículos, como si se tratara de un mitin político en una plaza pública. Se incorpora. Minutos después, la conversación nuevamente es interrumpida por dos jóvenes a bordo de una motocicleta. Sus edades rondan entre los 15 o, quizás, 18 años. Ambos portan gorras negras, uno de playera roja; el otro, con una camiseta amarilla. Sus acentos son de auténticos ‘culichis’. Sus voces son inconfundibles.
“¿No te fijaste que traes ‘punteros’?”, dice el pastor. El muchacho de camisa roja se lleva uno de sus dedos índices al ojo en repetidas ocasiones, como en señal de que está vigilándonos. Se estacionan unos metros más adelante. Y no se mueven. Un ‘puntero’ o ‘halcón’ es la persona encargada de vigilar zonas estratégicas de una organización criminal, con el fin de informar quién entra, quién sale o si detecta la presencia de policías o alguien sospechoso o que no pertenece a la comunidad. “Te están monitoreando desde que llegaste a Culiacán”, agrega.
–¿Cuál es su relación con los hijos de “El Chapo” Guzmán?
“Toda persona, incluidos los muchachos [refiriéndose a Iván Archivaldo y Jesús Alfredo Guzmán Salazar y Ovidio y Jesús Guzmán López], que no han venido al camino del Señor, no van por el sendero del bien. La palabra de Dios dice que hay muchos caminos y, algunos de ellos, a las personas les parecen buenos; pero al final, son caminos de muerte”.
Villa Gurrola es cauto con sus palabras y evade la pregunta. Los ‘punteros’ permanecen cerca y, en ocasiones, se acercan a gran velocidad. Quieren intimidar. Instalar la cámara de video al pie de la avenida nunca había sido una opción.
–¿Ha tenido o tiene comunicación con los hijos de “El Chapo” Guzmán?
“Prefiero no contestar”.
–¿Cuándo fue la última vez que vio a la señora Consuelo Loera y cómo percibe su estado de salud, luego de saber que su hijo es muy probable que ya nunca regrese a México y que jamás lo vuelva a ver?
“La veo muy seguido en las giras religiosas e, inclusive, hablo y como con ella. Por su edad, debe de tener cuidados especiales; sin embargo, ve bien, escucha bien, razona bien y sigue siendo muy atenta y muy buena persona. Doña Consuelo aún tiene fe de que un día pueda volver a ver a Joaquín y, si no es en esta vida, quizás en la otra”.
–¿Se ha acercado a usted Ovidio Guzmán? Se habla de que él y su familia son muy devotos…
“La mayoría conocen un poco de la verdad del Evangelio y, sí, hay familias que son cristianas de todo corazón. [A Ovidio Guzmán] lo respeto, lo bendigo, oro por ellos y deseo que dejen ese camino”.
–¿“El Mayo” Zambada es un criminal que debería enfrentar a la justicia?
“El mismo gobierno ha permitido que ellos operen. Si quisieran que enfrentara a la justicia, los actuales y quizás algunos [funcionarios públicos] salientes, también deberían enfrentarla. Nada de lo que está pasando es ajeno de nuestras autoridades estatales y federales. La delincuencia debe pagar con cárcel, sí, pero la pregunta aquí es: ¿quién va a ser el primero?”.
El religioso sinaloense toma otra manzana, la devora y advierte: “Te recomiendo que mejor vuelvas a Culiacán”. Su incomodidad es evidente. El plan inicial era visitar alguna comunidad del área, con la intención de hacer contacto con algún miembro del Cártel de Sinaloa que quisiera conversar acerca de sus actividades criminales garantizando el anonimato.
“Hace unas semanas, un reportero intentó subir al poblado de La Tuna sin el permiso [del Cártel de Sinaloa], lo encañonaron y lo obligaron a bajar de la sierra; intentó subir por segunda vez, y ocurrió lo mismo; la tercera ocasión que quiso llegar a la zona e, inclusive, voló un dron, lo mataron”, dice Villa Gurrola. La Tuna no estaba en el itinerario. La carretera nos llevó por otro camino. El reloj de la camioneta indicaba las 14:35 horas. La luz del día incrementaba la adrenalina. Había tiempo de sobra. “¿Estás seguro de querer ir a esa zona?”. El joven de apenas 22 años de edad conocía a la perfección todas las carreteras de la entidad. Era mi contacto. “¡Qué Dios los bendiga!”, dijo el pastor. Nos perisgnamos y respiramos profundo. Viajábamos a 100 km/h. Los ‘punteros’ se habían esfumado.
A unos 70 kilómetros de Badiraguato, cerca de 1 hora con 15 minutos de camino en carretera, se encuentra una de las casonas más hermosas que he visto. En medio de la nada. Entre caminos de terracería. Enclavada en la sierra sinaloense. Imponente, elegante y de grandes dimensiones. “Quien la haya mandado a construir, tiene muy buen gusto”, pensé. No era una casa de campo. No era una hacienda. Tampoco era un rancho o un almacén de productos agrícolas. Se trataba de una construcción a la que “nunca debieron venir”, dijo un hombre con un fusil, posiblemente un M16, utilizado por las Fuerzas Armadas de EE.UU. Al principio, solo era uno; en menos de dos minutos, ya eran 10, quizás 15 sujetos. Estábamos rodeados.
Al recorrer las calles de esa pequeña ciudad, constatamos cómo los pobladores viven bajo el yugo del crimen organizado. No solo tienen miedo, de alguna manera se han vuelto cómplices. Callar para vivir o vivir para callar. Transitábamos en una vieja camioneta Honda Pilot, de color gris. “Disculpe, ¿cree que podamos grabar unos aspectos de su calle?”. La señora que cargaba consigo un envase vacío de refresco Coca-Cola y un kilo de tortillas, simplemente agachó la mirada y caminó más rápido. No dijo una sola palabra. Un trabajador de uno de los escasos negocios del poblado, emitió un ligero silbido e hizo una seña rápidamente. “¡Qué chingados están haciendo aquí! Si no pidieron permiso y la gente del ‘señor’ ve que están grabando y entrevistando, se van a meter en serios problemas”.
Como si alguien hubiera activado el toque de queda, la ciudad estaba completamente vacía. Al transitar por las calles, la mayoría sin pavimentar, algunas personas se asomaban discretamente por las cortinas de su ventana, alertas, pero nadie se atrevía a salir ni mucho menos a caminar por las vialidades. Tampoco había niños jugando. No había vendedores ambulantes y no se escuchaba el tradicional carrito de los helados. Una ciudad fantasma.
“Conduzcan por la avenida principal y pongan atención a la única cuchilla que hay en el camino. Está como a unos 10 minutos. Van a pasar cuatro casas amarillas. Sigan por esa calle y llegarán. Yo no les dije nada y yo no los conozco”, sentenció a la par que cerraba el local comercial. El reloj de la camioneta indicaba las 16:33 horas. Queríamos seguir los protocolos y, sin saberlo, estábamos practicando el ‘civismo del miedo’ que tanto criticamos.
No fue fácil llegar a la casona. Pero ahí estábamos. Inmóviles. “Nunca debieron venir”, dijo un hombre. “¿Quién los mandó? ¿Traen armas? ¿Cuántos son?”. Eran muchas preguntas, algunas sinsentido. “¿Para quién trabajan? ¿De dónde son? ¿Cómo llegaron hasta aquí?”. El hombre, de menos de 1,65 metros de estatura, cargaba consigo un fusil de asalto. Su piel morena revelaba la gran cantidad de horas que pasaba bajo el sol vigilando la imponente construcción. El traje que portaba, de un auténtico militar mexicano, no tenía inscrito su apellido ni mostraba alguna condecoración. En el hombro derecho, cargaba una radio; del lado izquierdo, un par de granadas. En la cintura, unas esposas y un arma corta o quizás dos; y al frente, todo era sostenido por un chaleco antibalas. De buen grosor. A pesar de la terracería, sus botas estaban bien lustradas. Se tomaba en serio su trabajo.
“Soy periodista y quiero grabar unos aspectos de la ciudad, pero ya que estoy aquí, quisiera hablar con tu jefe”. El hombre, con una mirada de furia, llevó su mano izquierda al hombro derecho y emitió una clave por la radio. De pronto ya no era uno, eran más de 10, quizás 15 hombres vestidos con atuendos militares, algunos con gafas de sol y otros con pasamontañas.
Uno de ellos, de entre 16 y 20 años de edad, no se despegó de mi costado derecho. Podía sentir su respiración en el cuello. Era igual de alto que yo, quizás 1,85 metros de estatura. Muy delgado. Tenía un semblante de adolescente, pero una mirada vacía. Perdida. El joven daba vueltas alrededor mío y, por momentos, el gran fusil que cargaba consigo rozaba una de mis piernas. La derecha. Ninguno de los presentes emitía una sola palabra, solo el de menor estatura seguía haciendo preguntas, mientras oprimía un botón de su radio dejando que mis respuestas se escucharán del otro lado de la bocina. “No nos mandó nadie. No traemos armas. Somos dos. Trabajamos para un medio de comunicación. Soy de la Ciudad de México”. Omití la última pregunta.
El sujeto armado despegó su radio del hombro y gritó: “¿Accionamos?”. El joven de 1,85 metros de estatura dio tres pasos atrás y los presentes comenzaron a empuñar sus armas lentamente. Alguien expresó otra clave por el receptor y, de pronto, se abrió la puerta de la casona dejando ver cinco, quizás seis camionetas, último modelo. Extravagantes. Todas de color blanco y con luces estroboscópicas. Polarizadas. Nadie se inmutó, como si los hombres armados hubieran querido que viéramos los lujos de esa vivienda. La casa no solo tenía una gran fachada, también contaba con su propio ruedo. Al fondo, una persona que portaba un sombrero, cabalgaba sin cesar mientras unos cinco hombres lo cuidaban.
Hizo una seña y la mayoría de los sujetos ingresaron a la casona. Estiró la mano y saludó de forma efusiva. “Un gusto conocerte”, expresó. Sus brazos parecían una roca. Tenía gran fuerza. Se quitó los lentes y no dijo su nombre. El traje militar que portaba tenía en el centro un gran parche con una figura de un ratón de caricatura. Muy similar al personaje de Disney. “Gente del señor Guzmán”, agregó. Por la zona en la que estábamos y la insignia para identificar a los de su grupo, se refería a la célula que comanda Ovidio Guzmán López, a quien las autoridades mexicanas y estadounidenses han identificado bajo el apodo de “El Ratón”. El hombre armado se percató que clavé la mirada en el personaje animado. Propinó un par de golpes al parche y dijo: “Sí, somos gente del señor Ovidio Guzmán”.
Las radios no dejaban de sonar. Una palabra era constante: “Parte”. El sujeto fornido respondió en al menos cinco ocasiones: “Al 100”. Una frase que significa que todo estaba bajo control. “No puedes grabar. Será en otra ocasión”, dijo. Pregunté si podía hablar con su jefe. “¿Cuál jefe?”, reviró en un tono sarcástico. En ese momento, le di la espalda y me acerqué a la camioneta. “¡Alto! ¿Traes armas?”, gritó el adolescente de 1,85. Dos hombres salieron de la casa rápidamente y ‘cortaron cartucho’, como se dice en el argot criminal. Levanté las manos y giré lentamente. “No traigo armas. Quiero que le entreguen algo a su patrón”. Uno de ellos se acercó, ordenó abrir la mochila y extraje de ella dos ejemplares del libro que publiqué en el año 2015, “Narcojuniors. Los herederos del poder criminal”. Los tomó y otro sujeto los metió a la casa. Nadie se atrevió a hojearlos. El ambiente era tenso. Uno de los hombres de Ovidio se percató que el equipo de video yacía en el asiento trasero del vehículo y gritó: “¡Están grabando!”. Las armas seguían apuntando hacia nosotros. “Están apagadas”, reviré. Confiaron en mi palabra porque nunca tocaron algún objeto. Quizás lo tenían prohibido.
El hombre fornido dejó caer su mano sobre mi espalda e insistió: “Un gusto conocerte”. El tiempo transcurría y las preguntas surgían una tras otra. “¿Ahora dónde escribes?”. Me limité a decir que en la prensa extranjera. “Ya sabe de ti”, comentó. Asumí que se refería a Ovidio Guzmán. “Cuando lo veas, envíale mis saludos”, expresé como forma de cortesía. El hombre armado volteó al interior de la casa sin darme la espalda y, a lo lejos, el sujeto que estaba en el ruedo, bajó de su caballo, levantó la mano y la agitó como señal de despedida. Tres hombres flanqueaban aquella sombra. “¡Listo! Ahí lo tienes”, dijo. Se apresuró. Brindó un par de indicaciones para salir del sitio y comentó: “Ya se pueden ir”.
Tomar una fotografía o grabar un video equivalía a una sentencia de muerte. De regreso, el camino de terracería desvelaba no solo una gran presencia de hombres armados, estábamos flanqueados por un sinfín de mallas de camuflaje que escondían vehículos todo terreno. Lo supimos porque algunas de sus llantas se salían de las redes estilo militar. También había grandes cajas de madera, tal vez con armamento, muy probablemente con estupefacientes o precursores químicos. “Ni se te ocurra sacar tu teléfono celular”, advertí a mi contacto. Sin saberlo, habíamos llegado a una zona estratégica del Cártel de Sinaloa, quizás a una casa de seguridad o al centro donde se almacenan drogas, vehículos, dinero y donde, al parecer, departe uno de los hijos de “El Chapo” Guzmán. Una camioneta nos escoltó hasta el final. El destino nuevamente era Culiacán. Otro arco con el nombre del poblado nos daba la despedida. “Feliz viaje”, decía.
Días después del encuentro, se viralizó en redes sociales el narcocorrido titulado “El Ratón” de la agrupación Código FN:
La realidad superaba y por mucho a la melodía.
Esta es la quinta parte de la investigación especial “Narcomundo: Sinaloa” de Independent en Español.
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