¿Qué sucederá a pequeño pueblo de Nebraska cuando 3.200 trabajadores de Tyson pierdan su empleo?
En un día gélido, después de la misa en la Iglesia de Santa Ana, en la zona rural de Nebraska, los fieles se dirigieron al sótano, se sentaron en sillas plegables y sus rostros apenas ocultaron el miedo que se apoderaba de su pueblo.
Un manto de pesadumbre envolvía la sala, tal como se cernía sobre la temporada navideña en Lexington, Nebraska.
“De repente le dicen a uno que ya no hay trabajo. A uno se le cierra el mundo”, dijo Alejandra Gutiérrez.
Ella y los demás trabajan en la planta empaquetadora de carne de res de Tyson Foods y se encuentran entre las 3.200 personas que perderán sus empleos cuando el mayor empleador de Lexington cierre sus instalaciones el próximo mes tras más de dos décadas en operación.
Cientos de familias podrían verse obligadas a empacar y abandonar la ciudad de 11.000 habitantes para dirigirse al este —a Omaha o a Iowa— o al sur —a ciudades empacadoras de carne como Kansas o más allá—, lo que a su vez provocaría despidos en los restaurantes, las barberías, los supermercados, las tiendas de abarrotes y los puestos de tacos de Lexington.
“Perder 3.000 empleos en una ciudad de 10.000 a 12.000 habitantes es el cierre más grande que hemos visto prácticamente en décadas”, señaló Michael Hicks, director del Center for Business and Economic Research (Centro de Investigación Empresarial y Económica) de la Universidad Estatal Ball, de Indiana. Será “casi el ejemplo perfecto de lo que son tiempos difíciles”.
En total, se calcula que la pérdida de empleos alcance los 7.000, principalmente en Lexington y los condados circundantes, según un informe de la Universidad de Nebraska, campus Lincoln, publicado el lunes. Tan sólo los empleados de Tyson perderán aproximadamente 241 millones de dólares en salarios y prestaciones anuales.
Tyson expone que cerrará la planta para “redimensionar” su negocio de carne de res debido a que la cantidad de cabezas de ganado en Estados Unidos es la más baja de su historia y a la pérdida prevista de 600 millones de dólares en la producción de carne de res para el próximo año fiscal.
El cierre de la planta amenaza con desmantelar a un pueblo de las Grandes Llanuras donde el llamado “sueño americano” aún era alcanzable, donde inmigrantes que no hablaban inglés y nunca se graduaron de la preparatoria compraron casas, criaron a sus hijos en una comunidad segura y los enviaron a la universidad.
Ahora, esos símbolos de progreso económico —hipotecas y pagos de automóviles, impuestos a la propiedad y costos de matrícula— son facturas que miles de trabajadores de Tyson no tendrán ingresos para pagar.
En la Iglesia de Santa Ana, Gutiérrez se sentó entre sus hijas y reveló que le informaron del cierre de la planta justo antes del Día de Acción de Gracias, cuando visitaba un campus universitario con su hija Kimberly, estudiante de último año de preparatoria.
“En ese momento mi hija me dijo que ya no quería estudiar”, relató Gutiérrez, “porque, ¿de dónde íbamos a agarrar el dinero para pagar el colegio?”.
Una lágrima resbaló por la mejilla de Kimberly al mirar a su madre y luego hacia abajo, a sus manos.
“Tyson era nuestra patria”
Si usted lanzara un dardo a un mapa de Estados Unidos, Lexington —llamada “Lex” por los lugareños— sería casi la diana de un blanco de tiro.
Es fácil que pase desapercibida si conduce por la Interestatal 80, medio oculta por árboles de almez, campos de maíz y pastos de ganado de raza black angus (angus negro), pero un conductor puede avistar los enormes edificios industriales de la planta que expulsan nubes de vapor.
La planta abrió en 1990 y fue comprada por Tyson 11 años después. Atrajo a miles de trabajadores y casi duplicó la población del pueblo en una década.
Muchos vinieron de Los Ángeles, que entonces era azotada por la recesión. Entre ellas estaba Lizeth Yanes, quien al principio odiaba lo que ella llamaba “un pequeño pueblo fantasma”.
Pero Lexington floreció pronto, con suburbios que brotaban entre robles y olmos americanos. El centro, una franja de calles adoquinadas y edificios de ladrillo, cuenta con una tienda de comestibles somalí junto a una panadería hispana; los lugareños asisten a más de una docena de iglesias y a varios centros recreativos de la ciudad.
Hasta el día de hoy, la planta marca el ritmo del pueblo, ya que los trabajadores entran y salen de los turnos diarios A, B y C y llenan los restaurantes, las filas para recoger a los niños de la escuela y el cine de una sola pantalla que proyecta “Polar Express”.
“Tomó mucho tiempo que yo disfrutara realmente de este pequeño lugar”, dijo Yanes. “Ahora que lo disfruto, tengo que irme”.
El ambiente al interior de la planta de Tyson, donde los trabajadores procesan hasta 5.000 cabezas de ganado al día y trabajan en los mataderos, en equipos de limpieza o elaborando cortes de carne, se siente “como un funeral”, agregó.
“Tyson era nuestra patria”, manifestó Arab Adan, trabajador de la planta. El inmigrante keniano estaba sentado en su auto con sus dos enérgicos hijos, quienes le hicieron una pregunta para la cual no tiene respuesta: “¿A qué estado nos vamos a ir, papá?”.
Lo único que Adan desea es que sus hijos terminen el año escolar en Lexington, donde, según las autoridades escolares, casi la mitad de los estudiantes tienen un padre que trabaja para Tyson.
El distrito escolar, donde se hablan por lo menos 20 idiomas y dialectos, tiene tasas de graduación de preparatoria y asistencia a la universidad más altas que el promedio estatal y nacional, y cuenta con una de las bandas de música más grandes de Nebraska. Los residentes están orgullosos de la diversidad y la unión de su comunidad, a la que los jóvenes regresan para formar familias.
Durante la misa en Santa Ana, los feligreses —a pesar de saber que se quedarían sin empleo el próximo mes— aportaron el efectivo en sus bolsillos a un fondo para familias con dificultades económicas. Posteriormente, Francisco Antonio repasó sus futuras opciones laborales con una sonrisa triste.
Tras el cierre de la planta el 20 de enero, este hombre de 52 años, padre de cuatro hijos, dijo que se quedará unos meses en Lexington y buscará trabajo, aunque “ahora no hay futuro”. Se quitó las gafas, hizo una pausa, se disculpó e intentó explicar sus emociones.
“Principalmente es el hogar, no el trabajo”, aclaró, y volvió a ponerse las gafas con una sonrisa avergonzada.
“Necesitamos otra oportunidad, un trabajo, aquí en Lex”, añadió. “Si no, Lex va a desaparecer”.
“Tyson tiene una deuda con esta comunidad”
El efecto dominó podría ser algo así: si 1.000 familias se van de la ciudad, dijo el economista Hicks —a quien no le sorprendería que fueran el doble—, las plazas quedarían vacías en las escuelas, lo que provocaría el despido de maestros, y habría muchos menos clientes en los restaurantes, las tiendas y otros negocios.
La mayoría de los comensales de Los Jalapeños, un restaurante mexicano a la vuelta de la esquina de la planta, son trabajadores de Tyson. Llenan las mesas después del trabajo y son recibidos por la sonrisa bigotuda del dueño, Armando Martínez, y su grito de “¡Hola, amigo!”.
El nieto de Martínez le dijo una vez a su abuelo que cuando fuera grande quería trabajar en Tyson. Su hermana, quien cursa quinto grado, se reunió recientemente con sus compañeros de clase para hablar sobre los cambios que ocurren con sus padres. Algunos se irán a California, otros a Kansas. Todos lloraban.
Si no puede pagar las facturas, el restaurante cerrará, pero, “¿a dónde nos vamos ya? No tenemos a dónde más ir”, expresó Martínez, quien se somete a diálisis por diabetes, le amputaron un pie y reza por un milagro: que Tyson cambie de opinión.
Sabe que es poco probable. Cuando The Associated Press le pidió comentarios sobre los planes para el sitio donde están sus instalaciones, Tyson respondió en un comunicado que “actualmente evaluamos cómo podemos reutilizar las instalaciones dentro de nuestra propia red de producción”. No proporcionó detalles ni notificó si planea ofrecer apoyo a la comunidad durante el cierre de la planta.
Muchos, incluido Joe Pepplitsch, administrador municipal, esperan que Tyson ponga la planta a la venta y que una nueva empresa llegue y genere empleos. Esa no es una solución rápida: requiere tiempo, negociaciones, renovaciones y no hay garantía de empleos comparables.
“Tyson tiene una deuda con esta comunidad. Creo que tienen la responsabilidad de ayudar a aliviar parte del impacto”, opinó, y señaló que Tyson no paga impuestos municipales debido a un acuerdo negociado hace décadas.
“No es fácil, a nuestra edad, empezar de cero”
Cerca de la planta, en el recinto Dawson County Fairgrounds —donde se celebra la feria anual del condado y otros eventos—, los trabajadores de Tyson llenaron recientemente un pabellón alargado mientras agencias estatales —que respondieron con la urgencia de un desastre natural— ofrecían información sobre capacitación en habilidades nuevas, cómo redactar un currículum, solicitar la ayuda por desempleo y evitar estafadores al vender una vivienda.
Los rostros de los asistentes eran apagados, como si escucharan el diagnóstico de un médico. “Su salud financiera va a cambiar”, se les dijo. “No ignoren al banco: no se va a cansar de buscarlos”.
Muchos de los trabajadores de mayor edad no hablan inglés, no se graduaron de la secundaria ni tienen conocimientos de informática. La última solicitud que algunos llenaron fue hace décadas.
“Solo sabemos trabajar en la industria cárnica para Tyson; no tenemos otra experiencia”, comentó Adan, el inmigrante keniano.
En la iglesia de Santa Ana, los trabajadores hicieron eco de esa preocupación.
“Para encontrar otro trabajo va a estar muy difícil”, apuntó Juventino Castro, quien ha trabajado para Tyson durante un cuarto de siglo. “Porque como ya quieren pura juventud ahorita, no sé que vaya a pasar en el tiempo que me queda nada más”.
Lupe Ceja contó que ha ahorrado un poco de dinero, pero no le durará mucho. Luz Alvidrez tiene un trabajo de limpieza que le permitirá mantenerse una temporada. Otros podrían regresar a México por un tiempo. Nadie tiene un plan claro.
“No va a ser fácil”, dijo Fernando Sánchez, trabajador de Tyson durante 35 años, sentado junto a su esposa. “Empezamos aquí, empezamos de cero, y es tiempo de comenzar de cero otra vez”.
Las lágrimas rodaron por las mejillas de su esposa y él le apretó la mano.



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