Con sus buñuelos, pasteles y cervezas, conventos del mundo reparten alegría y bendiciones en Navidad
La masa está lista, los guisos esperan calientitos en las ollas y los hábitos de las madres Adoratrices vuelan veloces por la cocina de su convento en Ciudad de México.
Las ventas de las delicias que salen de sus fogones aumentan con la temporada navideña, por lo que las monjas aprietan el acelerador para ir al día con pedidos que les permitan reunir algunos ingresos y fortalecer los lazos con su comunidad.
“Nuestra cocina es un testimonio del amor de Dios”, dice la hermana Abigail, una de las diez religiosas de clausura que pertenece a las Adoratrices Perpetuas del Santísimo Sacramento, orden italiana fundada hace casi 200 años.
“Mientras cocinamos, estamos orando. Estamos en presencia del Señor pensando que a lo mejor una persona se lo va a comer o lo va a regalar y alguien lo va a recibir con alegría”.
Las hermanas cocinan galletas, pasteles y rompope que la comunidad compra en persona o por teléfono. Los fines de semana además preparan banquetes para celebrar confirmaciones o bautizos.
Entre sus productos más demandados suelen esta los tamales —que se cocinan al vapor con masa de maíz rellena de guisos salados o dulces— y sus buñuelos, manjares crujientes que se preparan con harina, canela, agua y azúcar.
“En México, somos muy sociables y nos gusta comer bien”, dice la Madre Rosa, quien es la superiora. “Entonces, la comida de los conventos tiene mucha fama de ser muy sabrosa”.
Algunos de sus clientes les han sido fieles por décadas. En una casa cercana, cuenta la hermana Abigail, recién murió una vecina cuyos hijos y nietos aún les piden tamales.
A más de 9.000 kilómetros de distancia, en la ciudad española de Granada, una mujer de 90 años también lleva en la memoria los dulces que su padre compraba en un convento como regalo navideño. “He nacido con las monjas haciendo dulces”, relata Pipa Algarra en una llamada telefónica.
Haciendo eco de las religiosas mexicanas, para ella no se trata solo del sabor de alfajores, almendras garapiñadas y roscas, sino de la espiritualidad. “La oración que está en medio no se paga”.
Fermín Labarga, profesor de Historia de la Iglesia de la Universidad española de Navarra, explica que hay generaciones de familias que compran los mismos productos apelando a ese sabor inigualable de las preparaciones caseras, lo que ayuda a los monasterios a reunir un poco de dinero aunque la producción no alcance niveles industriales.
Para diversos monasterios alrededor del mundo, mantener las cocinas andando no es tarea sencilla porque las mismas órdenes enfrentan retos a gran escala. La afiliación a los conventos ha disminuido en América y Europa y los religiosos deben buscar el modo de costear sus necesidades diarias y la preservación de los edificios históricos en los que habitan.
Desde Santiago de Compostela, la abadesa Sor Almudena Vilariño reconoce que la primera motivación de la cocina conventual es económica, pero por debajo subyace el trabajo de oración. “Que estas pastas sean mediación de unión y paz a donde lleguen”.
En el Monasterio de San Paio de Antealtares, en Santiago de Compostela, Vilariño y otras religiosas mantienen vivo el legado de sus predecesoras: una tarta hecha con almendras que data del siglo XVIII. Las religiosas la preparan como hacían hace 50 años en un horno de madera con los ingredientes que les proveían las mujeres de la comunidad.
La producción varía de un convento a otro. Las religiosas de Santiago de Compostela hornean hasta 44 tartas del almendra por jornada, la madre Rosa y sus hermanas en México fríen unos 500 buñuelos por semana y Sor Veronicah Nzula, abadesa de las Clarisas de Carmona, en Sevilla, cuenta que ella y otras 13 hermanas cocinan mensualmente hasta 300 tortas inglesas, como se conoce a los esponjosos hojaldres que espolvorean con azúcar glas y canela.
La tradición culinaria conventual no es exclusiva de las monjas. En algunas órdenes, también hay religiosos que se amarran el mandil a la cintura en sus respectivos recintos sagrados.
En Estados Unidos, el hermano Paul Quenon hornea pastel de frutas y dulces con bourbon desde los años 50 en la Abadía de Nuestra Señora de Getsemaní, en Kentucky. “Nos mantenemos con estos productos”, dice en una llamada.
Monjes trapenses como él deben vivir sólo de su trabajo y donaciones, sin recibir recurso alguno de la arquidiócesis. Órdenes como la suya, explica, dependieron de la agricultura durante cientos de años, pero con el colapso de las pequeñas granjas a mediados del siglo pasado los monasterios viraron hacia la pequeña industria. Hoy los productos que él y otros 30 monjes preparan les han valido premios y sus pedidos aumentan alrededor del Día de Acción de Gracias y Navidad.
El hermano Joris, que responde al teléfono desde Bélgica, también tiene una historia sobre tradiciones, pero no de comida sino de bebida. El monje trapense elabora cerveza desde la Abadía de San Sixto, en Westvleteren.
Quizá un cervecero no es lo primero que viene a la mente cuando uno piensa en hombres que decidieron entregarse a la vida contemplativa, pero el religioso europeo explica que la tradición cervecera de su orden surgió en el siglo XIX, cuando los trabajadores laicos que construían la abadía tenían derecho a una pinta de cerveza al día.
El producto empezó a comercializarse alrededor de 1840 y desde entonces ha sido una fuente constante de ingresos. No obstante, no todos los monjes que habitan la abadía se dedican de lleno a la producción y la tarea suele estar encabezada por maestros cerveceros profesionales que ellos supervisan.
Cada lote tarda siete semanas en estar listo y consta de unas 90.000 cajas, pero el hermano Joris asegura que su objetivo no es ampliar la producción.
“Preparamos cerveza para vivir, no vivimos para elaborar cerveza… Es necesario que haya equilibrio entre la vida monástica y la vida económica”.
Como en los conventos de México y España, el trabajo de la Abadía de San Sixto también se guía por la oración. Su labor culinaria es mayormente espiritual y los monjes la mantienen, con ayuda de la memoria del paladar, para preservar una tradición que comparten con el mundo.
“Con el simple hecho de existir, recordamos a la gente: todavía están aquí”.
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Dell'Orto reportó desde Miami.
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