Comunidad afro de Bolivia combate la invisibilidad con danza y memoria
Cielo Torres siempre ha vivido en Bolivia, pero antes de cumplir 17 años y mudarse al pueblo de Tocaña — donde reside la mayor parte de la comunidad afrodescendiente — rara vez se había topado a otros bolivianos como ella.
“En Santa Cruz éramos los únicos afro”, dijo Torres, que ahora tiene 25. “Pero cuando vi a más personas como yo, dije ‘aquí quiero estar; me siento cómoda y entendida’”.
Su sentir no es inusual. A pesar de estar reconocidos en la Constitución, la comunidad afro es una de las más invisibilizadas de Bolivia y a muchos les cuesta sentirse en casa en su propio país.
“Hay gente que piensa que seguimos siendo extranjeros y no tenemos derecho a nada”, dijo Carmen Angola, secretaria ejecutiva del Concejo Nacional Afroboliviano (CONAFRO). “Pero hemos nacido aquí”.
Más de 11,3 millones de personas viven actualmente en Bolivia. Unas 23.000 se identificaron como afro en 2012, cuando se realizó el único censo que los contempló. La mayoría vive en Yungas, una región donde la señal de celular escasea pero las plantaciones de coca abundan.
“Somos una comunidad que nos dedicamos a la cosecha de coca o producción de miel”, dijo Torres, quien cría abejas en un negocio que emprendió con su esposo y llamó Apícola Tocaña.
“Estamos acostumbrados a los senderos no carreteros,” dijo. “A caminar, a ir conociendo la tierra”.
Gestos simbólicos, pocos cambios
La información oficial sobre la historia de los afro en Bolivia es difícil de encontrar. “La comunidad ha sido totalmente invisibilizada por el Estado”, dijo la activista Mónica Rey. “Esa historia la hemos escrito nosotros”.
Agregó que se logró cierto reconocimiento en 2007, un año después de que Evo Morales se convirtiera en el primer presidente indígena de Bolivia. “Para el 2009 ya estábamos incluidos en la Constitución”, añadió. “Pero no hubo un gobierno al que no hayamos demandado la inclusión y derechos del pueblo afro”.
La administración de Morales respaldó la fundación de CONAFRO en 2011. Ese mismo año, el 23 de septiembre fue establecido como el Día Nacional del Pueblo y la Cultura Afroboliviana. Sin embargo, el reconocimiento simbólico no basta para lograr cambios estructurales, dijo Rey.
“La idea era que ese día fuera para reafirmar nuestra identidad y que el Estado hiciera incidencia en políticas públicas”, afirmó. “Pero resulta que nosotros nos hacemos festejos y ellos no hacen ninguna política”.
Tanto ella como Angola piensan que promover el legado de su pueblo es todo un reto. Esta última ha tratado de convencer a las autoridades de permitir que un grupo de afrobolivianos vaya a las escuelas para compartir su historia con los estudiantes. Hasta la fecha no se lo han permitido.
“Dicen que ellos van a trabajar el tema de discriminación, historia y racismo, pero los que han hecho la currícula no son personas negras,” dijo Angola. “Esa historia no es nuestra”.
De las minas a las haciendas
CONAFRO unió esfuerzos con una ONG local para reunir testimonios que dieran cuenta del pasado perdido de los afrobolivianos. Un extenso documento fue publicado en 2013.
“Hemos recuperado nuestra historia”, dijo Rey. “Las experiencias, los testimonios de los adultos mayores, la cultura, lo hemos ido recuperando y documentando”.
El pueblo afroboliviano desciende de la población africana que fue esclavizada en las Américas durante las conquistas europeas de los siglos XVI y XVII. La mayoría —nacidos en Congo y Angola— fueron llevados a Potosí, una ciudad minera a unos 550 kilómetros de La Paz.
La altitud —más de 4.000 metros sobre el nivel del mar— y el clima extremo los afectó a corto plazo. Más adelante, la exposición al mercurio, la sal y otras sustancias involucradas en la minería les provocó afecciones severas. Muchos perdieron dientes, sufrieron parálisis y murieron.
Dos siglos más tarde, los ancestros de la población afroboliviana actual fueron reubicados en Yungas. Ahí se asentaron y comenzaron a trabajar en grandes fincas conocidas como “estancias” o “haciendas”, donde se cultivaban hojas de coca, café y caña de azúcar.
“Los afro se morían y no les convenía porque se perdía una inversión,” dijo el sociólogo Óscar Mattaz. “Entonces la gente empezó a comprar afros y se los llevaron. A partir de eso empezaron a trabajar en la coca y en las haciendas”.
Ahora Tocaña y pueblos vecinos como Mururata y Coroico son el corazón cultural de los afro en Bolivia.
Un rey sin corona
En Mururata vive Julio Pinedo, un líder simbólico que los afrobolivianos consideran su rey. Aunque no juega un rol político en el gobierno de Bolivia, su figura ha existido desde hace siglos y se le considera un defensor de los derechos afro. Las autoridades locales reconocen su título e incluso asistieron a su coronación en 1992.
“Fue una forma simbólica de demostrar que tienen algo de realeza en la comunidad”, dijo Mattaz. “Influía mucho. Era un hombre muy trabajador y mucha gente le tenía respeto”.
Su rol como guardián de su gente, no obstante, no derivó en cambios en su estilo de vida. Pinedo reside en la misma casa humilde donde siempre ha vivido y depende de los ingresos de su hijo en la cosecha de hoja de coca.
Recibe gustoso a visitantes, pero conversar le resulta complicado por su avanzada edad. De acuerdo con su esposa, Angélica Larrea, su linaje real data de hace unos 500 años.
“Sí recuerdo la coronación”, dijo. “Han venido de otras comunidades, han bailado saya (una danza tradicional). Vino un padre y ha habido misa”.
Algunos bolivianos han tratado de indagar cuál era la espiritualidad de sus ancestros, pero la mayor parte de la comunidad actual es católica.
A unos pasos de la casa del rey, la única parroquia de Mururata no tiene un sacerdote residente. Aún así, un grupo de mujeres devotas se reúne para leer la Biblia los domingos.
Isabel Rey —pariente lejana de Mónica— dijo que todos sus ancestros fueron católicos e, incluso sin un religioso en el pueblo, la catequista a cargo del templo ha fortalecido la fe de la comunidad desde hace décadas.
“Ya está yendo a 40 años de compartir la palabra de Dios”, contó Rey. “Ahora la estoy apoyando porque ella sola no puede llevar adelante”.
Una danza de lucha y unión
Puede que no exista una espiritualidad afroboliviana, pero el alma de la comunidad se mantiene unida a través de los tambores y cantos de la saya.
“Empezamos a demandar a través de la música”, dijo Mónica Rey. “La saya ha sido nuestro instrumento para visibilizarnos. Protestamos con tambores y nuestros cantos”.
Torres recuerda haber bailado saya antes de vivir en Tocaña, pero su sentir hacia ella cambió al mudarse. “Aquí se baila con el corazón”, dijo. “Aprendí a cantar y a escuchar. No es cualquier música. Estamos contando nuestra historia a través de la saya”.
Según explicó, cada color de la ropa que se viste para bailar tiene un significado. El blanco simboliza la paz; el rojo, la sangre derramada por los ancestros. Los hombres usan sombrero negro para recordar a los predecesores que trabajaron horas bajo el sol. Y las trenzas de las mujeres rememoran los caminos que trazaban soñando escapar.
“A veces parece que es moda”, dijo. “Pero para nosotros es cultura”.
Por más de una década, Torres ha aprendido más sobre la saya. Aprendió a hablar la lengua de su comunidad —una variación del español sin denominación oficial— y fortaleció el orgullo por su identidad.
“A mí me daba vergüenza bailar la saya porque sentía que me señalaban”, recordó. “Pero cuando la vi aquí, dije: ‘esto soy yo. Yo soy negra’”.
Comprometida con criar a su hija orgullosa de sus ancestros, constantemente elogia su color de piel, cabello e identidad.
“Ella escucha la saya y empieza a bailar,” contó. “Y yo le digo: ‘eres negra; eres mi negra’”.
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