La historia olvidada del primer Día de Acción de Gracias de George Washington como presidente
Washington creía que el Día de Acción de Gracias de 1789 era una ocasión crucial para los Estados Unidos
El jueves 26 de noviembre de 1789, George Washington se despertó temprano. Sus sirvientes esclavizados —William “Billy” Lee y el joven Christopher Sheels— lo ayudaron y se empolvó el pelo, se puso su traje favorito de terciopelo negro, se ató la corbata blanca y se puso los guantes amarillos.
Cuando estuvo listo, se dispuso a recorrer la corta distancia que separa la Casa del Presidente, que antes se ubicaba en 3 Cherry Street, Nueva York, y la Capilla de San Pablo, que sigue en 209 Broadway.
Ese día tenía un objetivo importante: celebrar Acción de Gracias. Washington había pensado detenidamente en este Día de Acción de Gracias, el primero de su presidencia. El 3 de octubre de 1789, tras seguir la recomendación de un comité conjunto del Senado y la Cámara de Representantes, Washington había emitido una proclamación. Instó al pueblo de Estados Unidos a celebrar “un día de acción de gracias pública y de oración”.
Pero Washington creía que aquel Día de Acción de Gracias de 1789 era una ocasión crucial. La utilizaría para pedir al pueblo que ahora dirigía que mantuviera unido a su nuevo país frente a fuerzas que sabía que podían destrozarlo.
No fue el primer Día de Acción de Gracias que celebraron los estadounidenses. El primero tuvo lugar en la colonia de Plymouth en otoño de 1621: los peregrinos celebraron una fiesta para dar gracias a Dios por su primera cosecha e invitaron a miembros de la tribu vecina de los Wampanoag.
Ni siquiera fue el primer Día de Acción de Gracias nacional, que se celebró el 18 de diciembre de 1777 a pedido del entonces general Washington. Acción de Gracias tampoco era todavía una fiesta federal que se celebrara el último jueves de noviembre, sino que se convirtió en tal con la proclamación en 1863 del Presidente Abraham Lincoln.
El 26 de noviembre de 1789 era jueves y el tiempo estaba horrible. Pocos neoyorquinos acudieron a la capilla de San Pablo para ver al presidente: “Fui a la capilla de San Pablo”, escribió Washington en su diario, “aunque hacía un tiempo muy inclemente y tormentoso”. Había “poca gente en la Iglesia”.

El presidente se había preparado para la ocasión. También aportó una importante suma de su propio dinero para comprar cerveza y comida para los presos confinados por deudas en la cárcel de Nueva York. La donación se consideró un gesto magnánimo y conmovedor, adecuado al espíritu de la festividad. Una semana más tarde, en un anuncio publicado en el número del 3 de diciembre del New York Journal, esos mismos presos devolvían su “agradecimiento” a su presidente “por su muy aceptable donación del pasado jueves”.
Es posible que el primer Día de Acción de Gracias de Washington como presidente no tuviera mucho éxito, dada la escasa asistencia a la ceremonia religiosa.
Sin embargo, como estudioso que escribe una biografía sobre Washington, creo que fue un paso importante en su plan político, mucho más amplio, de acercar el poder ejecutivo al pueblo.
Lo que Washington quería era un tipo de populismo virtuoso en el nuevo país que dirigía. El populismo de Washington no consistía en incitar a una turba enfurecida; consistía en compartir sus rituales, adorar a su Dios, hablar su propio idioma. Y lo hizo en interés exclusivo del pueblo estadounidense.
Para Washington, el Día de Acción de Gracias de 1789 fue a la vez religioso y más que religioso. La proclamación de Washington invocaba el lenguaje devocional, literalmente. La próxima festividad, en sus palabras, podría “ser dedicada por el pueblo de estos estados al servicio de ese grande y glorioso ser, que es el benéfico autor de todo el bien que fue, que es o que será”.
Pero la principal preocupación de Washington era política. La nación acababa de formarse y temía que pudiera derrumbarse fácilmente. Sus numerosas divisiones internas e intereses separados podrían ser mortales. En consecuencia, el presidente quería que esta fiesta fuera una celebración cívica en la que “todos pudiéramos unirnos”.
Como su primer presidente, Washington reconoció que Estados Unidos había nacido tanto de la esclavitud, la conquista y la violencia como de principios sagrados. La unificación cívica exigía reconocer estos defectos. Así, en la proclamación, Washington pidió a Dios “perdón por nuestras transgresiones nacionales y de otro tipo”.
Un hombre tremendamente consciente de sí mismo, Washington sabía que él mismo era una persona profundamente defectuosa.
About the author
Maurizio Valsania es profesor de Historia de América en Università di Torino. Este artículo se publicó originalmente en ‘The Conversation’ y se distribuye bajo licencia Creative Commons. Puedes leer el artículo original aquí.
Fue propietario de esclavos, perseguidor implacable de fugitivos afroamericanos y destructor de pueblos nativos estadounidenses. También fue un guerrero que empleó la brutalidad contra sus enemigos. Era un comandante que recurría a los castigos corporales con sus propios soldados. Washington creía que no era un santo al que imitar sin sentido. Esto hizo que fuera humilde en sus obligaciones.
Y lo que es más importante, Washington también comprendió el poder de su posición simbólica como presidente. Intentó aprovecharlo por el bien de la nación.
Como presidente, Washington no podía publicitar eficazmente sus acciones a través de Twitter y las redes sociales. Tenía que mostrarse constantemente, independientemente de las condiciones climáticas. Tenía que asistir meticulosamente a bailes, obras de teatro, cenas, recepciones públicas y, por supuesto, a la iglesia. Cada ocasión, cada Acción de Gracias contaba.
A través de sus salidas, Washington se reunió con una gran diversidad de personas, incluidos los que eran ciudadanos de segunda clase o no eran ciudadanos en absoluto. Las mujeres, por ejemplo, saludaron a Washington en casi todas las paradas de los largos viajes presidenciales que realizó entre 1789 y 1791. Lo mismo hicieron los trabajadores textiles de Nueva Inglaterra, los dirigentes judíos de Newport, muchos esclavos del sur y fieles de todas partes.
Estas mujeres y hombres, esclavos o libres, creyentes o escépticos, participaron en la invención de un nuevo teatro político. Tal vez, era solo una ilusión teatral. Pero estas personas —al igual que los presos de la cárcel de Nueva York— dieron las gracias al presidente Washington porque se sentían voces en una cultura política más amplia.
Washington se aseguró de que su mensaje de Acción de Gracias —no un simple mensaje, sino una “proclamación”— sonara claro y contundente: Que Dios “haga de nuestro gobierno nacional una bendición para todo el pueblo, siendo constantemente un gobierno de leyes sabias, justas y constitucionales, discreta y fielmente ejecutadas y obedecidas”.
Traducción de Olivia Gorsin






