Diane Keaton más allá de ‘Annie Hall’: su lado más extraño y poderoso
El público la adoraba por su encanto caótico, su neurosis entrañable y su estilo andrógino, pero detrás de esa imagen tan querida había una artista inquieta, mucho más compleja de lo que las comedias románticas permitían ver. Ojalá que, tras su muerte, se reconozca con mayor justicia la amplitud de su obra y la diversidad de sus intereses, escribe Adam White


En 1987, Diane Keaton dirigió Heaven, un documental sobre la muerte. La película, construida como un collage visual al estilo de un álbum de recortes, mezcla imágenes de estrellas de Hollywood, películas mudas, payasos muertos y cabezas flotantes, con entrevistas a personas de todo tipo. A cada una les pregunta qué creen que sucede después de la muerte, qué hay más allá de esta vida y si creen que serán felices cuando lleguen allí. Keaton admitió que ni ella misma podía creer que el proyecto hubiera conseguido financiación. “Resulta que las personas a las que más les gusta Heaven pertenecen a dos grupos: mujeres y los llamados ‘tipos experienciales’”, dijo en una entrevista con la revista Interview ese mismo año. “Pregunté: ‘¿Qué es un tipo experiencial?’, y resulta que son los raros, los excéntricos”.
Keaton, quien falleció a los 79 años, llevó una vida marcada por desvíos curiosos y entrañablemente excéntricos. No sería justo llamarla infravalorada. El torrente de afecto que llegó tras la noticia —por parte de colegas, exparejas y amantes del cine— demuestra cuánto significó: como ícono del Nuevo Hollywood, referente de estilo y vida poco convencional y pionera en cómo entendemos la comedia, el romance y la actuación en pantalla.
Aun así, siempre dio la impresión de que pocos lograron comprenderla por completo. Tenía intereses poco comunes y una mirada única sobre el mundo, mucho más profunda que su célebre estilo andrógino o ese tono de voz nervioso y encantador con el que murmuraba aquel inolvidable “la-di-da, la-di-da, la la”.
Produjo películas independientes sobre tiroteos escolares, publicó libros de fotografía pensados para mesas de centro, retrató fachadas de tiendas y casas con obsesiva ternura, y escribió con honestidad y sensibilidad sobre salud mental en un libro dedicado a su hermano, quien enfrentó dificultades durante toda su vida.
En las entrevistas, especialmente en los últimos años, Diane Keaton solía esquivar muchos de estos temas, como si fueran apenas desbordes de una gran caja de rarezas personales que nadie quería abrir. “Me fascinan estos lugares [abandonados], porque están abandonados, pero alguna vez fueron algo muy importante”, dijo a The Guardian en 2023. “Pero bueno, no deberíamos hablar de eso, porque la gente va a decir: ‘¿De qué está hablando? ¡Sáquenla!’”.
Siempre fue difícil saber si ese desvío constante en las conversaciones era una estrategia consciente de protección o si, en el fondo, realmente creía que el público prefería quedarse con la “Diane Keaton personaje” antes que conocer su versión más cruda, más real.
Y ese personaje, por supuesto, fue enorme. La torpeza encantadora. La neurosis chispeante. El estilo masculino. Woody Allen supo canalizarlo a la perfección, llevándola a ganar un Oscar por Annie Hall (1977), su comedia romántica más icónica. Pero con los años, ese personaje se transformó: en la empresaria agobiada que termina como madre soltera en ¿Quién llamó a la cigüeña? (1987), en la exesposa vengativa y desbordada en El club de las divorciadas (1996), o en la mujer vulnerable y madura de Alguien tiene que ceder (2003), bajo la dirección de Nancy Meyers.
Pero lo que más me conmovía de Diane Keaton era su tristeza. Está, por supuesto, esa devastación silenciosa que se dibuja en su rostro en los últimos segundos de El Padrino (1972), y también la inquietud casi espectral de su papel en Buscando a Mr. Goodbar (1977), donde interpreta a una mujer que recorre bares de solteros en Manhattan buscando sexo, atención y afecto, mientras avanza sin freno hacia un destino trágico.
Esa tristeza, sin embargo, también se filtraba en muchas de sus comedias. Annie Hall gira en torno a una forma muy específica de auto-desprecio, envuelta en humor, teatralidad y palabras lanzadas al azar como defensa. Annie cree que no es inteligente, ni interesante, ni hermosa, aunque claramente lo es. Allen basó el personaje en Keaton, y ella lo interpretó como si hablara desde sus propias dudas.
Años después, en Un misterioso asesinato en Manhattan (1993), quizás la película más infravalorada de Allen, Keaton encarna a una mujer de mediana edad, aburrida de su vida, su matrimonio y consumida por la nostalgia de lo que pudo haber sido: un amor no vivido, una huida no concretada. Para escapar de esa rutina, se convierte en una detective amateur, no tanto por amor al misterio, sino por necesidad de sentir que su vida aún puede ofrecerle algo distinto. La actuación es cómica, sí, pero está atravesada por una ansiedad muy real.
Pienso a menudo en una escena en particular, donde ella y Alan Alda —el “casi” de su vida— espían el departamento de una mujer bajo la lluvia. Hablan de aquel momento en que casi escaparon juntos.
“Pudo haber sido nuestro pequeño secreto”, dice Alda.
“Sí. Dios. Parece que fue hace tanto tiempo, ¿no?”.
Y ella se queda en silencio, triste y sonrojada.
Llámenlo la maldición de la heroína de comedia romántica: muchas de las mejores intérpretes de la inseguridad silenciosa y la inquietud emocional en Hollywood —como Meg Ryan, Sandra Bullock o Lisa Kudrow— han sido vistas con demasiada frecuencia como actrices “superficiales”, sin complejidad, muy por debajo de lo que realmente son. Diane Keaton fue, sin duda, el molde original de ese arquetipo: una mujer con una inmensa capacidad expresiva y una presencia fascinante, reducida demasiadas veces a un “tipo”. En sus últimos años en el cine, volvió una y otra vez a personajes que eran apenas variaciones de la neurótica torpe, caótica y siempre impecablemente vestida. Películas como Cuando ellas quieren, Summer Camp o Arthur’s Whisky, claramente no estaban a la altura de su talento.
Con su muerte, queda la esperanza de que por fin se reconozca el verdadero alcance de su obra y sus intereses: sus memorias, su trabajo como fotógrafa, ese episodio de Twin Peaks que dirigió y el hecho de que fue, genuinamente, una figura al margen de Hollywood.
Fue admirada, querida, imitadísima.
Pero ante todo, fue alguien que marcó su propio ritmo, sin plegarse jamás a los moldes de la industria. “No tenía idea del mundo y no socializaba”, dijo en una entrevista con Interview en 1987, al recordar su paso por el musical vanguardista Hair, a fines de los años sesenta. “Nunca fui parte de la tribu, aunque me gustaba el espectáculo”.
Traducción de Leticia Zampedri