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Una familia huyó de Afganistán. Luego EEUU los deportó por el mundo

Megan Janetsky
Jueves, 23 de octubre de 2025 11:03 EDT

Mientras caminaban hacia las gruesas columnas metálicas del muro fronterizo entre Tijuana y San Diego, los hermanos Hussaini no llevaban nada de lo que fue su vida en Afganistán, salvo una fantasía vaga de lo que podrían esperar al otro lado.

Amir, de 21 años, y sus hermanas, Suraiya, de 26, y Bano, de 27, llegaron al norte de México con una cita para el 24 de enero, cuatro días después de la toma de posesión del presidente estadounidense Donald Trump.

Ese era el día en que se suponía que iban a entrar a Estados Unidos para presentar su caso y, creyeron, marcaría el fin de la represión de los talibanes —en el poder tras la retirada de las fuerzas estadounidenses en 2021—, y de su viaje de 28.160 kilómetros (17.500 millas) a pie, en canoa, en autobús y en avión a través del mundo.

Pero la idea que se habían hecho fue antes de que la puerta al asilo se cerrara de golpe en la frontera sur de Estados Unidos, poco después de que Trump asumiera el cargo. La victoria de Trump se basó en gran medida en el apoyo de votantes que apoyaron sus posturas intransigentes sobre inmigración. En cuestión de días, su gobierno transformó la política estadounidense de refugio y abandonó una filosofía de ayuda a los perseguidos, casi tan antigua como el país mismo.

Familias como los Hussaini sufren las consecuencias en cascada de cambios políticos más extensos a medida que los países endurecen las políticas de asilo y rechazan a los refugiados. En Afganistán, cuya tumultuosa historia está entrelazada con la política militar y diplomática estadounidense, la expulsión tuvo un impacto adicional, ya que los Hussaini creían que encontrarían seguridad en Estados Unidos.

Sin embargo, Amir vio cómo agentes fronterizos estadounidenses le arrebataban a sus hermanas bajo las intensas luces fluorescentes de un centro de detención. Esa fue la última vez que se vieron.

Medio año después, la familia ha sido dispersada a diferentes países, parte de la iniciativa del gobierno para enviar a los inmigrantes y los refugiados a lugares remotos, desconocidos y, a menudo, peligrosos. Una hermana intenta desenvolverse en un extremo de Sudamérica. La segunda se encuentra varada en Centroamérica. Amir está de regreso en Afganistán, atormentado por el miedo en el mismo país del que la familia huyó.

“Habíamos llegado al final de nuestro viaje ... y nuestras esperanzas fueron despedazadas totalmente”, lamentó Suraiya. “No puedo llamarlo necesariamente una traición, pero el hecho de que no nos entrevistaran, no nos preguntaran sobre nuestros miedos ni por qué huimos de nuestro país, todo me pareció muy cruel”.

Ver desvanecerse un futuro en Afganistán

Durante la mayor parte de su vida, incluso mientras su país natal quedaba desgarrado por la guerra, Suraiya y sus hermanos nunca soñaron con irse.

Pero con el paso de los años, vieron cómo se desvanecía la vida que construían. Fue entonces cuando voltearon la mirada hacia Estados Unidos —que alguna vez canalizó cientos de miles de millones de dólares en ayuda humanitaria y militar a Afganistán— como el lugar que podía ofrecerles una vida nueva.

Los Hussaini crecieron en una zona controlada por bandas locales en las afueras de Kabul, la capital, tras la caída de los talibanes en 2001. Su padre era trabajador metalúrgico. Su madre no pudo ir a la escuela, pero deseaba todo para sus hijos.

Tras siglos de masacres y persecución, la minoría étnica a la que pertenece la familia Hussaini —los hazaras— sintió un respiro con la marcha de los talibanes. Para las mujeres, por fin se abrieron las puertas de la educación y el trabajo.

“Nunca pensé que iría a Estados Unidos. Ni siquiera había visto de cerca a los soldados estadounidenses hasta que se fueron y los talibanes regresaron" hace cuatro años, dijo Suraiya. “Mi familia estaba en Afganistán. Yo solo quería estar aquí y hacer las cosas que mis padres nunca pudieron hacer”.

Amir, un aspirante a músico con cabello negro, espeso y rizado, y una sonrisa optimista que le arruga las comisuras de los ojos, trabajaba los fines de semana como DJ de bodas. Suraiya, su hermana mayor y la más reservada, estudiaba informática en una universidad pública, sentada al lado de estudiantes hombres.

Suraiya soñaba con una carrera, pero eso cambió en 2021, durante su tercer semestre universitario, cuando el gobierno talibán reanudó un esfuerzo de años para excluir sistemáticamente a las mujeres de gran parte de la sociedad.

Funcionarios talibanes acudieron a sus clases y dijeron a las mujeres que ya no podían asistir a la escuela junto con los hombres. La transfirieron a una escuela dirigida por los talibanes, donde las mujeres sólo podían estudiar odontología. Pero al final, se les prohibió cualquier acceso a la educación superior.

Para Amir, el trabajo se esfumó cuando los talibanes prohibieron la mayoría de la música, la cual, según ellos, contraviene las enseñanzas del islam. En 2023, las autoridades anunciaron que la policía religiosa registraría los salones de bodas de Kabul para hacer cumplir la prohibición. En 2024, anunciaron que habían “incautado y destruido” más de 21.000 instrumentos musicales.

“Los talibanes me dijeron que tenía que dejar mi trabajo varias veces. Pero si lo hubiera hecho, lo habría perdido todo: mi trabajo, mi sustento, toda mi forma de vida”, dijo Amir.

Bajo el nuevo gobierno, algunos de los millones de hazaras de Afganistán han muerto en redadas y ataques como parte de una campaña de violencia y discriminación. Suraiya tenía cada vez más miedo de salir. La casa que compartía con sus padres y cinco hermanos se sentía más como una prisión.

“Nos consideraban nada sólo por ser hazaras”, expuso.

Los Hussaini sintieron que no tenían otra opción más que irse.

El gobierno talibán no respondió a una solicitud de comentarios sobre las críticas por las preocupaciones sobre derechos humanos en relación con el trato que dan a los hazaras y a las mujeres bajo su régimen.

Cruzar continentes

Para financiar su viaje a Estados Unidos, los tres hermanos vendieron todas sus posesiones en 2023, incluida una casa de la familia.

Junto con Bano y su esposo, los hermanos viajaron al vecino Irán, donde durante un año solicitaron una visa humanitaria para Brasil. Mientras esperaban, Bano dio a luz a su primera hija.

En Irán, la familia y la bebé habitaron en una vivienda precaria en Teherán, donde eludían la detección para evitar ser deportados por el gobierno iraní. En la primavera de 2024, se sintieron animados al abordar un vuelo a Brasil con nuevas visas humanitarias. Un mundo de posibilidades parecía aguardarles.

El aeropuerto de São Paulo es el punto de partida de muchos migrantes que viajan con miras a llegar a Estados Unidos. En cuestión de meses, la familia Hussaini cruzó 11 países, serpenteó hacia el norte en autobús a través de los desiertos de gran altitud de Bolivia y los densos bosques de los Andes.

Suraiya llevaba una horquilla para el cabello que su madre le regaló y algunos recuerdos de amigos. Luego, en Ecuador, le robaron esos pequeños fragmentos de la vida que dejó.

Los hermanos se unieron a más de un millón de personas que cruzaron el Tapón del Darién entre 2022 y 2024. Controlado por bandas criminales, la peligrosa franja de selva que divide a Colombia de Panamá se ha convertido en una ruta migratoria para quienes huyen de la crisis económica, la represión y la guerra.

Suraiya recuerda la lluvia torrencial y el llanto de la bebé de su hermana mientras caminaban fatigosamente por la selva. Para cuando salieron de la jungla, días después, sus zapatos estaban despedazados.

Como sólo sabían hablar dari, su lengua materna, se esforzaron por aprender palabras sencillas como “amigo” y preguntas básicas para comunicarse.

Una noche, escuchó que tres personas, incluido un niño de 6 años, se habían ahogado en el río junto a donde dormían.

Por primera vez, se preguntó si habían cometido un error.

“Nada era tan difícil como la selva. ... Nunca había visto algo como eso”, dijo. “Había esta sensación de arrepentimiento, pero no había manera de regresar”.

El asilo se reduce a nivel mundial

Mientras viajaban, el acceso al asilo se restringía a nivel mundial. En septiembre, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) advirtió que los gobiernos de todo el mundo, en particular de Estados Unidos y de los países europeos, socavaban cada vez más la convención mundial sobre refugiados y solicitantes de asilo.

“La institución del asilo a nivel mundial está más amenazada de lo que jamás ha estado”, declaró a la prensa Ruvendrini Menikdiwela, alta comisionada auxiliar para la Protección de la ACNUR.

Los expertos describen este cambio como una “fatiga de protección”, causada por el aumento de las tasas de desplazamiento en todo el mundo.

Para finales de 2024, 123,2 millones de personas en todo el mundo —aproximadamente 1 de cada 67 personas— vivían lejos de sus hogares, desplazados por la fuerza, según Naciones Unidas.

“Los gobiernos se han vuelto mucho menos tolerantes con el asilo”, dijo Susan Fratzke, analista de políticas del “Migration Policy Institute” (Instituto de Política Migratoria). “En lugar de intentar resolver estos problemas dentro de sus sistemas de asilo, recurren cada vez más a medidas que realmente ponen a prueba los límites de lo que es legal”.

El gobierno del presidente demócrata Joe Biden ya recortaba el acceso al asilo e intentaba frenar el flujo de migrantes antes de las elecciones de 2024. Bajo el gobierno de Trump, el acceso al asilo a lo largo de la frontera entre Estados Unidos y México prácticamente ha desaparecido.

Gobiernos desde Europa hasta Australia y Asia han intensificado las restricciones e incluso impuesto leyes que criminalizan a los solicitantes de asilo.

Nigel Farage, líder del partido de extrema derecha del Reino Unido, prometió llevar a cabo deportaciones masivas si gana las elecciones el próximo año, sin importar los peligros que puedan enfrentar los solicitantes de asilo en su país.

“No podemos ser responsables de todos los pecados que ocurren en el mundo”, declaró Farage.

“Ningún otro país te recibirá”

Amir, Suraiya, Bano, su esposo y su hija llegaron a México en el otoño de 2024. Como muchos solicitantes de asilo, pasaron casi medio año en el limbo en espera de la oportunidad de presentar su caso ante las autoridades estadounidenses.

En cuanto despertaban, solicitaban inmediatamente una cita en una app de la era Biden —conocida como CBP One—, una lotería diaria mediante la cual más de 900.000 personas ingresaban a Estados Unidos sin visa, por hasta dos años, con derecho a un permiso de trabajo y la posibilidad de obtener asilo a través de los tribunales de inmigración. Era un juego de azar y paciencia más que de circunstancias.

Para pagar por una pequeña habitación que compartían con otros migrantes, limpiaban las calles de Ciudad de México a cambio de monedas. Se iban a la cama cada noche sin saber qué les depararía el futuro.

En enero, recibieron la noticia de que sus nombres habían sido seleccionados. Mientras se dirigían a la frontera entre Tijuana y San Diego, sus antes vagas ambiciones dieron paso a imaginar el regresar a la universidad, encontrar trabajo y forjarse una vida en Estados Unidos.

Pero la fecha de su cita era el 24 de enero, cuatro días después de la toma de posesión de Trump. Su plan de solicitar asilo se desvaneció cuando su nuevo gobierno bajó la app y canceló todas las citas, lo que dejó varadas a decenas de miles de personas, como los Hussaini, en México.

Desesperada, la familia decidió cruzar la frontera ilegalmente y presentarse ante las autoridades como refugiados a principios de febrero. El derecho estadounidense e internacional permite que las poblaciones vulnerables soliciten asilo independientemente de si entran legalmente, pero con Trump eso prácticamente ha desaparecido.

La familia cruzó el fangoso arroyo Alamar que bordea la frontera. Cubiertos con olor de aguas residuales, fueron detenidos por agentes de la Patrulla Fronteriza, quienes los llevaron a un centro de detención cerca de San Diego, enclavado entre granjas a lo largo de la valla fronteriza.

Las pocas pertenencias que les quedaban —celulares, pasaportes y un pequeño paquete de medicamentos— les fueron confiscadas y la familia fue separada.

Encerrados en las instalaciones de concreto durante más de una semana y con la misma ropa sucia, los hermanos rogaron a las autoridades que los dejaran verse o telefonear a sus familiares en Afganistán y en Estados Unidos para pedir ayuda.

Todo fue en vano. No les dijeron a dónde iban ni les permitieron presentar su solicitud de asilo.

“No tienes opciones”, recuerda Suraiya que le dijeron los agentes de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos (CBP, por sus siglas en inglés). “Por haber estado en prisión aquí en Estados Unidos, ningún otro país te recibirá”.

En un lapso de semanas, los hermanos Hussaini fueron subidos a tres aviones distintos que los dispersaron por países extranjeros y los puso en caminos muy diferentes.

Tricia McLaughlin, portavoz del Departamento de Seguridad Nacional, dijo que su caso era una “historia lacrimógena para dar lástima” y que informar sobre su separación era “pura basura”. No respondió a las múltiples preguntas sobre por qué los hermanos fueron separados y enviados a otros países. Manifestó que quienes buscan protección humanitaria deberían solicitarla en los cruces fronterizos oficiales, no ingresar sin autorización, incluso cuando esa vía se ha vuelto prácticamente imposible con Trump.

“Estos son adultos que tomaron la decisión de tratar de ingresar a nuestro país sin permiso”, agregó.

Una familia separada y destrozada

Amir se sentía completamente solo.

Era marzo. Había pasado dos días y dos noches sin dormir a bordo de aerolíneas comerciales sin tener ni idea de adónde se dirigía.

Su avión hizo escala en Dubái, donde salió a los pasillos blancos y las luces intermitentes del aeropuerto. Guardias armados lo recibieron, lo que pronto confirmó su sospecha de que sería devuelto a Afganistán.

Lloró durante horas en una celda en el aeropuerto y rogó a los guardias que no lo enviaran de regreso. Fue al baño y rompió los documentos que confirmaban su cita de asilo y los de deportación —cualquier cosa que pudiera demostrar a los talibanes que había solicitado asilo en Estados Unidos.

Poco después, refirió que lo obligaron a subir a un avión con destino a Kabul. “Al principio eran dos soldados, luego cuatro. Yo seguía negándome a abordar y me arrastraron al avión mientras lloraba”, dijo.

Las historias de personas como los Hussaini se pierden entre titulares sobre las redadas y las deportaciones del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE, por sus siglas en inglés), que han aumentado de manera acelerada.

El ICE promedió 710 arrestos diarios durante los primeros seis meses de Trump en el cargo, una cifra mayor a los 311 diarios del último año presupuestario de Biden, según datos de la agencia obtenidos por el “Deportation Data Project” (Proyecto de Datos de Deportación), con sede en la Universidad de California, Berkeley, y que fueron analizados por The Associated Press.

Menos visible es el costo humano de estas políticas y lo que les espera a quienes se les niega el asilo cuando vuelven a casa.

Los migrantes con frecuencia se ven obligados a regresar a las circunstancias que los obligaron a huir, y también enfrentan a menudo una combinación de privaciones económicas, peligro físico y exilio social.

En Afganistán, sin oposición política, los talibanes ejercen un poder sin control y tienen como blanco a todo tipo de personas, desde la sociedad civil hasta los músicos, mientras que los grupos extremistas atacan a las minorías hazara.

Naciones Unidas han instado a los países miembros a no deportar a nadie —ni siquiera a quienes se les ha rehusado el asilo— a Afganistán.

En un informe de julio, la ONU advirtió que las personas que son devueltas a Afganistán enfrentan cada vez más “amenazas, arrestos arbitrarios, detenciones, torturas y malos tratos”, agravados por el cierre de las vías de salida del país. Como resultado, se ven obligados a esconderse.

A pesar de ello, los arrestos de afganos en Estados Unidos por parte del ICE se han disparado junto con los de personas de otras nacionalidades desde que Trump asumió el cargo, en comparación con los arrestos durante el último año del gobierno de Biden.

Vivir en la sombra en Afganistán

De vuelta en la capital de Afganistán —de 5 millones de habitantes—, el miedo persigue a Amir como una sombra.

Cuando regresó, caminó por el aeropuerto de Kabul con la mirada clavada en el piso, aterrorizado ante la idea de convertirse en un blanco.

“Los peligros que enfrento son estos: si me arrestan, me interrogarán sobre por qué dejé el país. En segundo lugar, podrían acusarme de ser espía porque regresé de Estados Unidos”, dijo. “El simple hecho de huir del país es considerado en sí mismo una amenaza”.

Cada noche intenta dormir en un lugar nuevo, a menudo con amigos o con alguien de su familia extendida, aunque muchos de ellos lo han rechazado por temor a convertirse también en objetivos.

“Casi todas las noches estoy solo. Intento no comunicarme con mucha gente”, agregó.

Después de que revisaron su teléfono en un control policial, Amir comenzó a borrar mensajes y contactos en su celular. Quiere trabajar, pero le preocupa que volver al mismo lugar diariamente llame la atención. Esto se ha visto agravado por el creciente desempleo y la inestabilidad, alimentados por las expulsiones masivas de afganos de países vecinos.

Ya sin dinero, Amir se ha visto obligado a pedir a sus amigos que lo ayuden.

Cada día se despierta con menos opciones. El sueño lo elude, el miedo lo atenaza, el hambre lo atormenta. Intenta no dejarse vencer por la desesperanza.

“Lo he perdido todo”, manifestó. “Pierdes la esperanza en la vida”.

Atrapada en un agujero negro legal en Centroamérica

Las hermanas de Amir intentaron localizarlo, buscar auxilio y escribieron a grupos de ayuda y a todos los que pudieron para pedir su colaboración o más detalles sobre su paradero. Fue entonces cuando Suraiya envió su primer mensaje a The Associated Press —y cuando comenzaron meses de correspondencia con periodistas. La AP habló posteriormente con Suraiya desde un refugio para migrantes en Panamá, con Amir por teléfono cuando él ya se encontraba lejos —de vuelta en Kabul— y ha mantenido contacto con ellos en su dari materno desde entonces.

Las hermanas intentaron ayudar a su hermano mientras luchaban en su propio mundo de precariedad.

A principios de febrero, las hermanas fueron despertadas por funcionarios en sus celdas del centro de detención de California por la mañana y embarcadas en vuelos separados hacia Centroamérica.

Bano, su esposo y su hija de 1 año fueron enviados a Costa Rica. Suraiya fue trasladada sola a Panamá, como parte de un acuerdo más extenso alcanzado con el gobierno estadounidense.

Fueron enviadas junto con otras 400 personas que huían de la guerra y la represión en Afganistán, Irán, Rusia, China y Sudán, y se encontraban entre las primeras personas en ser deportadas de Estados Unidos y abandonadas en terceros países. Otros han sido enviados a El Salvador, Sudán del Sur, Esuatini y México.

Grupos defensores de los derechos humanos argumentan que han dejado caer a esos deportados en un “agujero negro” legal como parte de una estrategia punitiva del gobierno para disuadir a otros de intentar el viaje al norte. Carlos Ruiz-Hernández, en ese momento viceministro de Relaciones Exteriores de Panamá, expuso a la AP que “queremos trabajar con ellos (el gobierno de Trump) para enviar una señal de disuasión”.

En octubre, la cabeza de la agencia de Naciones Unidas para los refugiados sugirió que las prácticas de deportación de Trump violaban el derecho internacional.

Sin hablar español ni inglés, ni tener dinero para pagar a un abogado, las personas deportadas a terceros países a menudo carecen de las protecciones legales básicas y tienen pocas salidas.

El creciente uso de este tipo de deportaciones ha alimentado las críticas de que los gobiernos crean una población errante de refugiados con pocas salvaguardas.

Tres de cada cuatro encuestados declararon que debería ser una prioridad alta o moderadamente elevada el que Estados Unidos abra las puertas a los refugiados que huyen de la violencia en sus propios países, según una encuesta AP-NORC de septiembre, lo que indica una ligera receptividad de los estadounidenses hacia las poblaciones de refugiados desde poco antes de que Trump asumiera el cargo. Casi la mitad de los estadounidenses sostiene que los empeños de deportación de Trump han ido demasiado lejos, una opinión que se ha dividido según las preferencias políticas de la población.

“No podemos quedarnos aquí”

Suraiya bajó del avión militar al denso aire tropical y se sintió desorientada. Intentó descifrar dónde estaba. Entonces vio a guardias con uniformes que decían “Panamá”, el mismo lugar por el que había pasado meses antes.

Ella y unos 200 migrantes fueron encerrados en habitaciones de hotel en la capital del país. Mientras algunos deportados sostenían carteles que decían “Ayuda”, Suraiya observó la ciudad desde su ventana, se llevó una mano a la cabeza y lloró.

“Era una sensación de desesperanza y desconsuelo, como si te apalearan”, dijo. “Después de todas las dificultades, después del largo viaje y de las dificultades de la selva, nos trajeron de regreso”.

Una noche de finales de febrero, refirió que los funcionarios panameños los sacaron de sus camas y los llevaron a un campamento remoto en el Tapón del Darién, donde les confiscaron sus teléfonos.

En el calor de la selva, los guardias amenazaban con enviarlos de regreso a sus países de origen y los alimentaron con comida podrida, reportaron Suraiya, otros detenidos y grupos de derechos humanos. Los funcionarios se negaron a proporcionar medicamentos a un número cada vez mayor de enfermos a menos que pagaran, dijeron los detenidos.

Ante las críticas internacionales, las autoridades panameñas abandonaron a Suraiya y a otros en las calles de Ciudad de Panamá. Grupos de derechos humanos les ofrecieron, posteriormente, refugio en la que había sido una escuela.

Fue allí, en el pequeño gimnasio de ladrillo, donde escuchó a sus hermanos por primera vez en semanas.

En Costa Rica, Bano y su familia fueron trasladados en autobús, junto con cientos de personas más, a una antigua fábrica convertida en centro de detención de migrantes en la frontera con Panamá.

A los cientos de migrantes, incluidos 81 niños, se les prohibió salir del centro durante meses. Esto dio lugar a una demanda presentada por un grupo de derechos humanos, que argumentó que el gobierno había sometido a los niños a un “trato inhumano”.

Liberados después y con protección temporal en Costa Rica, Bano y su familia invirtieron los últimos meses en solicitar asilo en Canadá y Suiza. Los países se lo negaron, dijo.

“En Costa Rica no tenemos a nadie de nuestro país, ni amigos, ni familia, ni dinero”, explicó Bano. “No podemos quedarnos aquí”.

No obstante, lo que más pesa sobre Suraiya es su hermano.

Pasa los días pegada a su teléfono —en una habitación escasamente amueblada que comparte con otros afganos deportados— pendiente de Amir, y escribe a organizaciones de derechos humanos. Un pequeño ventilador aligera el calor de la tarde.

“Desde la distancia, no puedo ayudar en absoluto a mi hermano”, dijo. “Vi con mis propios ojos todo lo que pasó durante nuestro viaje. Yo conocía sus metas, sus sueños. Pero cuando lo deportaron a Afganistán, supe que todo eso se había esfumado”.

Encontrar refugio en un país dispuesto a abrir sus puertas

En septiembre, Suraiya finalmente sintió algo de alivio al abordar un avión en el aeropuerto de Ciudad de Panamá.

Tras meses de búsqueda por parte de grupos humanitarios y de recorrer de puerta en puerta los consulados extranjeros con otros afganos en un intento para encontrar un lugar que los aceptara, Chile accedió a abrirles las puertas.

Mientras contemplaba las montañas andinas que se alzaban sobre Santiago, la capital chilena, y paseaba por las calles de su nueva ciudad, se permitió preguntarse cómo sería su nueva vida.

Quizá regrese a estudiar. Pensó primero en sacar a Amir de Afganistán, luego a su hermana varada en Costa Rica, y posteriormente a sus hermanas menores, cuyos estudios habían sido interrumpidos como los suyos. Pensó en el futuro que finalmente podría construir.

Cuando llegó a su nuevo hogar y llamó a sus padres, lo primero que dijo fue: “Lo único que quiero es que ustedes vengan para que podamos construir una vida juntos”.

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El periodista de The Associated Press Matías Delacroix colaboró ​​con este reportaje desde Ciudad de Panamá.

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