Los sobrevivientes del asedio de Mariúpol revelan los horrores más oscuros de la guerra de Putin
Decenas de miles de personas están atrapadas en la sitiada ciudad ucraniana de Mariúpol, que se ha convertido en un sombrío símbolo del brutal conflicto de Rusia; aquellos que huyeron a la cercana Zaporizhzhia le relatan a Bel Trew sobre el hambre, la matanza y las tumbas que se están cavando en parques, jardines y escuelas
Los areneros en los patios de los jardines de niños de Mariúpol ahora son fosas comunes, porque es más rápido cavar en la tierra blanda cuando se están enterrando cadáveres bajo implacables bombardeos.
Los habitantes de la ciudad sitiada no tienen tiempo para sepultar a sus muertos como es debido, o para enterrar lo que quede de ellos, sin correr el riesgo de convertirse en las próximas víctimas de la brutal invasión de Vladimir Putin.
Y así, los patios de juego abandonados, mutilados por la guerra, se han convertido en un lugar de descanso diferente.
En estos días, cada arenero, parque con cráteres y jardín comunal que se asoma entre las ruinas de los edificios bombardeados en la ciudad portuaria se ha convertido en un cementerio improvisado.
“Un cohete destruyó un edificio residencial cercano con 20 personas adentro. La gente estaba tratando de sacar los cuerpos con sus propias manos, cuando otro cohete cayó encima de ellos”, dice Alisia, madre de dos hijos, para The Independent después de escapar a la relativa seguridad de Zaporizhzhia. Es una ciudad a 200 kilómetros al norte de Mariúpol que se encuentra en el límite de un frente que está en movimiento.
“Vi tantos cuerpos que nadie pudo recogerlos a todos. La gente los está enterrando en los areneros, unos encima de otros”, agrega temblorosa la mujer de 35 años mientras sus hijas, vestidas con sudaderas rosas que hacen juego, atienden a su aterrorizado gato detrás de ella. “Excavar tumbas es extremadamente peligroso”.
Ahora descansando en un complejo de supermercados que fue adaptado para convertirse en un centro de acogida improvisado para las llegadas de Mariúpol, Alisia se siente aliviada de haber huido de la ciudad donde se estima que más de 100.000 personas siguen atrapadas en medio de los incesantes bombardeos rusos.
Varios miles de personas lograron escapar por sus propios medios (en automóvil, a pie o incluso en bicicleta) en los últimos días, pero los múltiples esfuerzos para asegurar un corredor humanitario y organizar convoyes de evacuación han fracasado.
Mariúpol, un puerto estratégico y puente terrestre entre Rusia y Crimea, que Moscú anexó en 2014, se ha convertido en sinónimo de la brutalidad de la invasión de Putin. La ciudad ha sufrido lo peor del bombardeo y ha estado bajo asedio constante durante más de un mes.
La mitad de la familia de Alisia está desaparecida, ya que fueron separados cuando el frente se apoderó de sus vecindarios a principios de marzo.
Finalmente tuvo que dejarlos cuando se les acabó el suministro de comida y agua, obtenida mediante el derretimiento de la nieve y la lluvia.
“Estuvimos constantemente bajo tierra durante las últimas dos semanas antes de irnos. No veía el sol”, relata Alisia, pronunciando las palabras con una pausa.
“Nos quedaba un saco de papas para comer. Nos encontrábamos en tierra de nadie y tuvimos que huir”.
“Cavar una tumba en Mariúpol es algo cotidiano”
El relato de Alicia fue confirmado por más de veinte habitantes de Mariúpol a quienes The Independent entrevistó durante la última semana. Ellos también hablaron de hambrunas masivas, matanzas masivas y fosas comunes.
Alia, de 20 años, y su novio Max, de 21, ambos estudiantes, dicen que el fuego de los misiles era tan intenso que les llevó dos intentos poder escapar.
La primera vez, un amigo de la familia le ofreció a la joven pareja llevarlos y logró encontrar un automóvil que funcionaba, pero murió en un ataque con una bomba mientras conducía en camino a recogerlos.
La segunda vez, familiares de fuera de la ciudad condujeron a través del territorio ocupado por los rusos y sortearon los combates para salvarlos. Pero los padres de Max y Alia todavía están varados en Mariúpol, pues cedieron los valiosos lugares en el automóvil para sus hijos.
“La esquina de cada jardín de niños es una tumba. Teníamos 15 cuerpos enterrados en el jardín al lado de nuestro edificio”, dice Alia, sosteniendo a su gato, que está envuelto en una manta navideña.
“Cavar una tumba en Mariúpol es algo cotidiano”, agrega Max, con el rostro lleno de ceniza.
Rusia negó haber atacado a civiles en Ucrania desde que Putin lanzó el 24 de febrero lo que llamó una “operación militar especial” destinada a “desnazificar” el país.
Pero los testimonios de los testigos de Mariúpol pintan un panorama de ataques salvajes que parecen indiscriminados en el mejor de los casos y retributivos en el peor.
Los relatos y las pruebas son tan desgarradores que Amnistía Internacional, que documentó el uso de municiones prohibidas, acusó a Rusia de cometer crímenes de guerra en la ciudad. Desde entonces, la ONU ha iniciado una investigación sobre los crímenes cometidos en Ucrania, y Michelle Bachelet, la jefa de derechos humanos de la ONU, dijo que en Mariúpol “la gente vive aterrorizada”.
La ciudad costera no es solo un objetivo preciado para los rusos en un sentido geográfico. Hogar del puerto más grande del Mar de Azov y uno de los más grandes de Ucrania en general, ha sido durante mucho tiempo un feroz campo de batalla entre los separatistas respaldados por Rusia y el ejército ucraniano.
También es el lugar de nacimiento de Azov, el batallón de extrema derecha fundado por miembros de grupos neonazis que luego se integró en la Guardia Nacional de Ucrania. Desempeñaron un papel importante en la recuperación de Mariúpol de las fuerzas respaldadas por el Kremlin en 2014.
Y por eso, la lucha contra la ciudad se siente casi personal.
Para complicar el empeoramiento de la crisis humanitaria, no ha habido red de telefonía móvil, agua, electricidad, calefacción ni gas durante un mes. Tampoco llegan alimentos ni suministros médicos a la ciudad.
Se cree que miles, e incluso decenas de miles, de los 450.000 habitantes de Mariúpol murieron o resultaron heridos en los combates. Pero nadie puede contar los muertos, y mucho menos enterrarlos.
Se cree que un número desconocido de personas también ha muerto de hambre o sed.
Mientras tanto, los ucranianos calculan que más del 80 por ciento de la ciudad ha sufrido daños imposibles de reparar o ha sido completamente arrasada. Imágenes recientes de drones mostraron un paisaje lleno de ceniza que recuerda el de otras ciudades devastadas por la guerra, como Alepo en Siria.
Han fracasado múltiples intentos de abrir un corredor humanitario hacia la ciudad y establecer un alto el fuego limitado. En el último esfuerzo de esta semana, Ucrania dijo que las fuerzas rusas se apoderaron de varios autobuses de ayuda que habían tratado de enviar, mientras continúa el bombardeo.
Y así, sin ayuda para huir de la ciudad, depende de los propios civiles hacer frente a la embestida y escapar en sus propios automóviles o a pie a través de los bombardeos, los disparos y el territorio ocupado por los rusos.
La desesperada búsqueda de los desaparecidos
Durante las horas de la noche, vehículos maltrechos, adornados con trapos blancos, cruces rojas pintadas y letreros que dicen “niños” en ruso, ingresan a Zaporizhzhia.
Los refugiados conmocionados, que han navegado por múltiples líneas de frente para llegar al refugio dirigido por voluntarios, usan cualquier medio posible para huir. Las cruces rojas y los letreros en los autos son intentos desesperados de evitar que les disparen o bombardeen en el camino.
Un hombre, Nikolai, increíblemente llega en bicicleta después de haber recorrido 200 kilómetros a través de la guerra. El hombre de 32 años le cuenta a The Independent cómo huyó de Mariúpol la semana pasada con un amigo que empujaba sus pertenencias en una carriola.
Dijo que fue detenido en un puesto de control durante dos días por separatistas respaldados por Rusia, quienes sospecharon de él porque llevaba una bebida de yogur con una marca que hacía referencia al nombre histórico de Ucrania occidental. Dice que también discreparon con su playera de rayas azules y blancas, ya que parecía una telnyashka, la camiseta interior tradicional que usan los miembros de los ejércitos ruso y soviético.
Dentro de la prisión improvisada donde estuvo recluido, Nikolai dice que conoció a una decena de mujeres que buscaban a sus maridos desaparecidos. Describe cómo las mujeres, a través de los barrotes de las celdas, le mostraban fotos de sus cónyuges, quienes, según dijeron, también habían sido arrestados.
“Es como si se estuvieran vengando de la gente común”, agrega el electricista antes de volver a subirse a su bicicleta para ir más al oeste.
“Hay un número desconocido de personas que están desaparecidas”.
Las pizarras blancas colgadas en los centros de acogida de Zaporizhzhia son un indicador escalofriante de las desapariciones en Mariúpol.
Las familias desesperadas escriben mensajes y sus números de teléfono en trozos de papel, pidiendo ayuda para localizar a sus seres queridos que han desaparecido en la pesadilla de caos y confusión. Las paredes de los centros están cubiertas de fotos de los desaparecidos.
“Por favor, vayan a Prospect Mira Street en Mariúpol y traigan a mis parientes de regreso. Hay un adulto y tres niños”, dice una nota.
“Christine, una entrenadora personal, hizo una última llamada telefónica el 2 de marzo”, dice otro al lado, y muestra una foto de Instagram de una mujer con su perro.
Un mensaje dice que una amiga llamada Irina ha estado desaparecida desde el comienzo de la guerra y fue vista por última vez en la “sala de maternidad 1”. “Agradecería cualquier información”, dice la misiva firmada por un hombre llamado Stanislav.
En el fondo, una mujer, Inna, de 45 años, considera escribir su propio mensaje, ya que no ha tenido noticias de su esposo en un mes después de que se quedó en una de las áreas más afectadas de Mariúpol para proteger su casa de los saqueadores.
“La última vez que hablé con él, lo escuché llorar por primera vez en mi vida”, dice la mujer de 45 años, abrazando a su hijo Iván, de 12 años, y a su perrita Monika.
“Dijo que ya no le importaba el apartamento o las posesiones, que solo quería huir. Dijo que trataría de encontrar refugio, pero no sé si lo hizo”.
“Se siente como una venganza implacable”
Su desesperación subraya la necesidad urgente de que se abran corredores humanitarios formales.
El CICR (Comité Internacional de la Cruz Roja) intentó el viernes y durante el fin de semana liderar una vez más un convoy desde Mariúpol después de que aparentemente se hubiera negociado con los rusos un acuerdo para el paso seguro de los civiles y un alto el fuego limitado.
Pero la viceprimera ministra ucraniana, Iryna Vereshchuk, aseguró que los soldados rusos bloquearon un convoy de 45 autobuses y confiscaron 12 camiones ucranianos que contenían alimentos y suministros médicos.
Posteriormente, el CICR declaró para The Independent que ni siquiera pudo entregar dos camiones llenos de los suministros médicos que habían preparado para llevar a la ciudad. Su convoy también tuvo que regresar.
Finalmente, los ucranianos dicen que pudieron evacuar un convoy de unas 3.500 personas que habían salido de Mariúpol.
Esto marcó la llegada más grande de personas de la ciudad sitiada desde que comenzó la guerra. Pero nuevamente, las familias entrevistadas por The Independent dicen que tuvieron que escapar por sus propios medios. Algunos simplemente se toparon con voluntarios en autos que buscaban a alguien que estuviera vivo.
“Se siente como una venganza implacable: no hay nada más que explique la violencia de lo que está sucediendo”, dice Angélica, de 45 años, entre lágrimas mientras se baja de uno de los autobuses. “Es un genocidio contra los habitantes de Mariúpol”.
Detrás de ella, un joven llamado Víctor compara la devastación de Mariúpol con Pripyat, la ciudad abandonada junto a Chernóbil que fue evacuada durante el desastre nuclear de 1986.
“Mariúpol es el segundo Pripyat de Ucrania, pero al menos esa ciudad quedó intacta. Mariúpol ha quedado completamente devastada”.
“Se quemó viva en su cama”
En sus últimos días en Mariúpol bajo fuego, los adultos del refugio donde se escondía la familia de Dasha habían dejado de comer y solo bebían té para tener comida para sus hijos.
Entre las 50 personas que vivían con ellos en condiciones similares a las de una tumba se encontraban los que habían sobrevivido al terrible bombardeo del refugio comunitario local cercano en el Teatro de Mariúpol el 16 de marzo.
Los sobrevivientes, que llegaron por una coincidencia a su sótano una noche, le dijeron a la familia que solo seguían vivas 100 de las 800 personas que se estima que se refugiaron. Las estimaciones oficiales dicen que al menos 300 fueron asesinadas.
Dasha, de 21 años, mientras abraza a su amada pitbull Zara, reproduce un vídeo de uno de los raros viajes que hizo a la superficie durante esas semanas. Muestra lo que parecen ser misiles Grad disparados a 90 grados directamente hacia un área civil densamente poblada, mientras ella grita de fondo.
Su padre, Maksym, dice que ese mismo día le pidieron que intentara rescatar a una persona discapacitada atrapada en un departamento cercano que no había podido llegar al refugio.
Mientras intentaban sacarlo, dice que los rusos aparecieron con un lanzamisiles y dispararon.
“La trayectoria fue casi en línea recta; estaban bombardeando directamente los vecindarios”, recuerda Maksym con incredulidad.
Su casa, ubicada en el corazón devastado de la ciudad, fue bombardeada repetidamente, y más vídeos de teléfonos móviles muestran agujeros en el techo de su departamento. Un misil prendió fuego al sótano donde se escondían y casi los quemó hasta morir.
“Todos gritaban mientras nos apresurábamos a salir, era como el Titanic”, dice Dasha, al recordar con horror.
“El problema es con los que no pueden correr”, agrega.
En el centro médico improvisado detrás de ellos, Nadezhda, de 57 años, que acaba de llegar de Mariúpol y sufre una lesión causada por la metralla, dice que su tía fue quemada viva porque nadie pudo moverla al sótano a tiempo cuando cayeron los misiles.
“Son los ancianos, los discapacitados, los enfermos y los heridos los que más me preocupan”, dice con lágrimas de confusión mientras los médicos voluntarios le atienden la pierna.
“Mi tía se asfixió por el humo en su cama sin darse cuenta de lo que le pasaba. Luego su cuerpo se quemó”.
“¿Qué pasa con los que dejamos atrás?”
Para Alisia, como para todos los que llegan a los centros de acogida en Zaporizhzhia, ponerse a salvo no significa que la pesadilla haya terminado. Reúne a sus hijas, su madre, su gatito y algunas bolsas de plástico con sus pertenencias, para llevárselas más al oeste. Pero las cicatrices son profundas.
Su esposo Roman, de 40 años, también trabajador bancario, todavía está atrapado en el territorio ocupado por los rusos, ya que cedió su lugar a otras mujeres y niños en el autobús que los llevó a un lugar seguro. No hay forma de comunicarse con él, por lo que su única esperanza es que se una a un nuevo convoy que lo lleve a un lugar seguro.
Su hermano y su sobrina, mientras tanto, siguen atrapados en las afueras de la ciudad. Lo último que supo fue que se habían quedado sin comida y planeaban caminar más de 200 kilómetros hasta Zaporizhzhia.
Antes de irse, Alisia también pasó tres días bajo fuego yendo de refugio en refugio intentando encontrar a los padres de su marido, que vivían en un barrio diferente. Ellos también están desaparecidos.
Mientras tanto, su casa fue arrasada y su vida fue destruida.
“Supongo que intentaremos ir a otras partes de Europa para comenzar una nueva vida”, confiesa, visiblemente aturdida.
Detrás de ella llega una nueva ola de desplazados de Mariúpol, parpadeando atormentados bajo la luz de la lámpara. Arrastran las pocas cosas que lograron salvar de sus vidas detrás de ellos.
“Pero, ¿qué pasa con el resto de mi familia que no sobrevivió? Los ancianos que viven solos. Aquellos que no pueden llegar a los refugios”.
“Todo en lo que puedo pensar es en los que dejamos atrás”.
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