El oscuro pasado de Perú emerge en funeral de manifestante

Más de dos mil personas salen a las calles de una aldea rural de de los Andes de Perú para despedir a un estudiante de 23 años asesinado en enfrentamientos con el ejército

Franklin Briceo
Domingo, 18 de diciembre de 2022 00:22 EST

Las llanuras de este pueblo rural incrustado en los Andes de Perú fueron el escenario de una decisiva batalla que aseguró la independencia de Sudamérica de España en el siglo XIX.

Pero el sábado, las calles de Quinua fueron invadidas por el llanto de quienes acompañaban el funeral de Clemer Rojas, un estudiante de 23 años que salió de la casa de sus padres el jueves para protestar contra la destitución del presidente Pedro Castillo y nunca regresó.

Un cortejo fúnebre de más de dos mil campesinos acompañados por tambores, arpa y saxofones trasladó el ataúd de Rojas, cubierto con la bandera peruana, hasta una iglesia colonial donde hubo una misa en quechua y más tarde fue enterrado. Entre la multitud había carteles que pedían el cierre del Congreso y calificaban a la presidenta, Dina Boluarte, como “asesina”.

“Mi hijo se va. Dime que no se va”, se lamentaba en quechua Nilda García, madre de Rojas y vendedora ambulante, mientras amigos y familiares luchaban por evitar que se desmayase y le daban agua para beber.

Rojas murió en choques con el ejército en la cercana capital regional de Ayacucho, que se ha convertido en el epicentro de las manifestaciones que piden la renuncia de todos los legisladores y de la presidenta Boluarte. La crisis en Perú empezó cuando el anterior mandatario, Castillo, intentó cerrar el Congreso, un acto condenado por EE.UU. y otros países como un autogolpe pero visto en esta aldea remota como una muestra de desafío contra una clase dirigente hostil que nunca permitió que el exmaestro de escuela rural gobernara desde su sorprendente victoria hace 17 meses.

Boluarte ha intentado sofocar las protestas enfatizando en su propio origen andino y en su apoyo a las demandas de los manifestantes de que las elecciones, previstas para 2026, se adelanten al próximo año. El sábado, en una conferencia de prensa la primera mujer presidenta de Perú se expresó en quechua, un idioma que jamás habló ningún presidente previo, y comparó los bloqueos de vías, los incendios provocados y las violentas protestas con los daños emocionales invisibles que sufren los niños que crecen en un hogar roto con padres que se pelean constantemente.

Los militares culpan del derramamiento de sangre en Ayacucho a un grupo de jóvenes manifestantes que el jueves, afirman, atacaron con objetos contundentes, explosivos y armas de fuego artesanales a una patrulla del ejército que se dirigía al aeropuerto para disolver a una multitud descontrolada.

Nueve personas han muerto en Ayacucho de un total de 22 en varias partes del país en menos de una semana desde que empezaron las protestas. Las muertes en Ayacucho ocurrieron cuando los soldados salieron de los cuarteles en el marco de un estado de emergencia de 30 días y dispararon sus fusiles. La policía, por su parte, arrojó gases lacrimógenos y balas de goma contra la multitud.

En un amargo e irónico destino, Rojas, quien fue soldado, murió por la bala de otro recluta. Al igual que su padre, sirvió en el ejército como parte del servicio militar, donde la mayoría de los soldados son adolescentes procedentes de hogares pobres y de habla quechua.

Reider Rojas, el padre de Clemer, indicó que su hijo “no iba armado”. “Dispararon a quemarropa. La autopsia dijo que una bala disparada por un fusil Galil usado por el ejército le atravesó el hígado y los pulmones”, añadió el hombre vestido de negro durante el cortejo fúnebre.

En Quinua, Rojas es recordado como un muchacho alegre e integrante de un grupo de danzas folclóricas de carnaval. Su padre indica que también conducía un mototaxi para pagarse los estudios en un instituto donde aprendía mecánica automotriz.

Pese a su pequeña economía agrícola, Ayacucho jugó un papel clave en la historia peruana.

Formó parte del imperio inca que en el siglo XVI fue conquistado por los españoles. Más tarde fue rebautizada como Ayacucho, tal vez en referencia a la batalla en la que el ejército rebelde se impuso en 1824 definitivamente a las fuerzas españolas. Su nombre en quechua se traduce como “rincón de los muertos”, probablemente en honor a las numerosas víctimas de la batalla.

La pobreza de la región -incluso ahora, el 45% de los niños menores de 3 años padecen de anemia, según el gobierno- la convirtió en el caldo de cultivo del grupo Sendero Luminoso que aterrorizó a gran parte de Perú. Pero la reacción militar de asesinatos, torturas y agresiones sexuales ha dejado heridas profundas y resentimiento en muchos residentes contra la élite gobernante de la lejana capital.

En un eco de declaraciones pasadas que estigmatizaban a a los ayacuchanos como simpatizantes terroristas, José Williams —quien como presidente del Congreso es el siguiente en la línea de sucesión en caso de que Boluarte dimita— culpó de la violencia a “manos negras” que operan entre bastidores.

“Aparecen en un lugar, en otro lugar y tienen las mismas características”, dijo Williams, un general retirado del ejército que trabajó en Ayacucho en las peores épocas del conflicto armado interno. “Hay algo detrás que está tratando de llevarnos a un caos”, añadió.

Entre 2008 y 2012, los forenses extrajeron 109 osamentas de un terreno junto a la base del ejército de Ayacucho. Varios cuerpos habían sido incinerados en un horno que los militares usaron durante el conflicto armado para quemar parte de los cadáveres de los que eran asesinados y torturados dentro de la base. Según una comisión de la verdad el conflicto provocó unas 70.000 víctimas.

Ese pasado horrendo fue recordado entre quienes acudieron a las calles de Ayacucho el viernes -un día después de los mortales disturbios- exigiendo la dimisión de Boluarte. Algunos incluso cantaron “La flor de retama” cuya letra recuerda una tragedia anterior, en 1969, cuando más de 20 escolares que protestaban en otra ciudad de Ayacucho contra una dictadura militar fueron asesinados.

“Estamos volviendo a esos años dolorosos”, dijo Rocío Leandro, una líder comunitaria que estuvo entre los que marcharon el viernes pidiendo justicia por los asesinados. “Nos consideran como seres de tercera o cuarta categoría”.

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El periodista de la AP Joshua Goodman colaboró con este despacho desde Miami.

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