Ser inmigrante indocumentado en Nueva York o cómo vivir invisibilizado
Se cuentan por millones y, en las calles de la “Gran Manzana”, se puede ver a miles de ellos. Son migrantes que, tras dejar su país por pobreza e inseguridad, arribaron a Estados Unidos en busca de mejores oportunidades pero, con el paso de los años, siguen bajo la sombra del sistema
Salen de la Calle 47 pero se alcanzan a ver desde la 50. El suelo retumba en Times Square. Las rayas blancas que delimitan los cruces peatonales comienzan a borrarse con el arrastre de zapatos, algunos de marca de renombre, y otros no tanto. Es una ola de gente. Una marabunta que, tras el primer rayo de sol, comienza a activarse, a darle vida a la ciudad que nunca dueme. Es Nueva York. “La Gran Manzana”. Donde trabajan prestigiosos ejecutivos, pero también migrantes que salieron de su país en busca de mejores oportunidades. A diario invisibilizados, pero siempre de pie.
“Tómate una foto conmigo, amiguito”, dice una mujer de unos cincuenta y tantos años que porta una botarga de Minnie Mouse, a la par que finge la voz del personaje sin mucho éxito. Al responderle en el mismo idioma, en español, ella emite una leve sonrisa y se coloca nuevamente la cabeza del personaje animado. Quizás le provocó un poco de nostalgia. Ella es Flor, una mujer de Oaxaca que abandonó México para darle una mejor calidad de vida a sus hijas y, tras permanecer en Estados Unidos por al menos una década, ahora también se hace cargo de sus nietos.
Cuando a Flor se le cuestiona si puede contar su historia de cómo llegó a Estados Unidos por primera vez, ella se coloca los guantes de la ratoncita y huye diciendo: “No tengo papeles, están en trámite, y no puedo hablar”. Flor no es la única inmigrante que, escondida tras un personaje, aspira a una vida mejor. En un puesto de periódicos, muy cerca de la Calle 49, trabajan dos hombres con rasgos latinos, uno está al frente del establecimiento, mientras otro asoma la cabeza de vez en cuando. No es que tenga frío, “José” es un inmigrante indocumentado que llegó a Estados Unidos cuando era niño. Era residente de El Salvador. Ahora trabaja con otro latino a quien llama “El Jefe”, que tiene su documentación en orden. “Hay que ser discretos, hermano. No puedo arriesgarme”, dice entre revistas y libros viejos.
Cerca de la Calle 48 también está Oliver. Él, más desinhibido, porta una cámara fotográfica profesional y se acerca sin pena con los turistas. Se enfoca en el mercado latino y algunos hispanos. “Posa, guapa. Tómate unas fotos conmigo”, grita en un claro acento peruano. “¡Mira eso! Pareces una estrella de televisión, mi hermano”, dice mientras increpa a otro connacional. Oliver lleva más de una década viviendo en Nueva York, le gustan los huevos con chorizo y asegura que, con el paso de los años, ha aprendido algunas recetas de comida mexicana. “En la mañana tomo fotos, y en la noche vendo tacos en Queens”, dice.
Los turistas se alegran de la presencia de algunos de estos inmigrantes indocumentados, pues gran parte de su labor es amenizar el viaje de los latinos; pero la realidad, es que aunque representan una gran fuerza de trabajo, la mayoría son invisibilizados por la ciudad de los rascacielos. Mientras el Gobierno Federal se rehúsa a brindarles papeles y regularizar su estatus migratorio, ellos siguen sumando adeptos, pues son casi 11 millones de inmigrantes que no tienen autorización para trabajar en Estados Unidos y representan el 5 por ciento de los trabajadores totales del país, de acuerdo con un estudio del Pew Research Center elaborado en 2018.
Y, a pesar de que el Gobierno de Nueva York estableció pagos únicos de hasta $15.600 dólares para inmigrantes que hayan perdido sus empleos durante la pandemia del covid-19, los recursos destinados siguen sin beneficiar a los trabajadores de a pie. El fondo de $2.100 millones de dólares fue uno de los más grandes en su tipo en el país y fue defendido en su mayoría por demócratas, y ningún inmigrante que no tenía estatus legal, pudo acceder a él. Solo fueron acreedores de despensas y préstamos de amigos y buenos samaritanos.
Oliver y “José” revelaron que, si el Gobierno regularizara el estatus de migrantes como ellos, podrían capacitarse e, inclusive, otorgar trabajo a más connacionales que quieren cubrir los empleos que los estadounidenses no están dispuestos a realizar, en las áreas de construcción, mantenimiento, agricultura y cuidado infantil, por mencionar solo algunas. Es por ello que, con el poco dinero que tienen, logran sobrevivir realizando actividades que, en la mayoría de las ocasiones, lo hacen por necesidad más que por “evadir la ley”.
De un momento a otro, Flor desapareció. Pareciera que la enorme ciudad se la tragó. Oliver seguía tomando fotografías a extraños y el sonido de su cámara sonaba a varios metros de distancia. Cuando escuchó una melodía del intérprete mexicano, Vicente Fernández, comenzó a cantar, a la par que invitaba a que se tomaran instantáneas con él. “José”, que estaba escondido bajo una gran cantidad de papel, salió a comprar un hot dog. Era la hora de la comida y era para lo único que le alcanzaba. “El Jefe” estirando su mano izquierda le gritaba a “José” que no le pusieran mostaza a su ‘perro caliente’. Demasiado tarde. La salchicha estaba teñida de color amarillo. La tarde transcurría. Y cada latino vivía su propia realidad.