Reseña de ‘Emily en París’, temporada 5: glamour sin sentido y cero evolución narrativa
Minnie Driver se suma al elenco y aporta una dosis necesaria de ironía y energía autoconsciente, pero ni siquiera ella logra salvar a esta pésima serie de sí misma
Así, la quinta temporada de Emily en París llega puntualmente a Netflix para convertirse en el telón de fondo ideal de millones de resacas festivas. La entusiasta experta en marketing continúa su viaje europeo de autodescubrimiento, como si fuera una heroína de Henry James adaptada al universo BookTok. ¿París? Eso ya es cosa del pasado. Ahora, Emily, interpretada por Lily Collins, con sus atuendos extravagantes y su impecable corte bob de poder, se lanza a conquistar la capital italiana.
Se ha comentado en repetidas ocasiones el notable parecido entre Lily Collins y Audrey Hepburn. Una escena en la que Emily corre detrás de un autobús para recuperar una bufanda de seda evoca inevitablemente aquel inquietante anuncio de chocolate Galaxy, protagonizado por una Hepburn recreada digitalmente. La comparación no es casual: dice mucho sobre lo extrañamente estéril que sigue siendo esta serie, incluso en su quinta entrega.
Sin embargo, para Emily esto no es Vacaciones en Roma. Por razones que cuesta recordar, en parte por la naturaleza amnésica de la trama, la protagonista termina en Italia para asumir el liderazgo de la filial italiana de Agence Grateau, la firma de marketing que sigue comandando su jefa Sylvie (interpretada por Philippine Leroy-Beaulieu), aún impecable y, como siempre, un poco intimidante.
Los diálogos explicativos cargan con buena parte del trabajo de ambientación. Todo se subraya y se explica, como si la serie estuviera pensada para espectadores que la ven con un ojo en la pantalla y otro en el celular. “Es mi primer día al frente de la oficina de Roma y todavía tengo que prepararme para la reunión con tu madre”, dice Emily entusiasmada en el primer episodio, dirigiéndose a su nuevo interés romántico, Marcello, interpretado por Eugenio Franceschini.
Su habilidad para atraer hombres que encarnan el estereotipo nacional de cada país que visita sigue siendo inigualable. Marcello es alto, moreno, guapo, un devoto hijo de mamá que trabaja en la marca familiar de cachemira y cuya idea de una cita perfecta es ir al bosque a buscar trufas. Él y su familia, naturalmente, están retratados con la misma sutileza que los muñecos de Dolmio. No sorprendería que en una futura temporada Emily conquiste a un torero andaluz o a un sueco llamado Karl Karlsson, conductor de Volvo e interiorista aficionado de Ikea. Mientras tanto, sus ex más conocidos —el francés Gabriel y el británico Alfie— parecen haberse unido en una especie de club paneuropeo de hombres despechados.

Como es habitual, las subtramas y escenas llamativas aparecen y desaparecen con una frecuencia desconcertante. Al final, Emily en París sigue siendo un mundo bonito y superficial, donde las acciones no tienen consecuencias, el desarrollo de los personajes se limita a un nuevo corte de pelo y las tramas parecen existir únicamente para encajar referencias a marcas de consumo.
¿Un ejemplo evidente? Un episodio en el que Emily atraviesa una supuesta crisis de intimidad mientras lidera una campaña para la marca de lencería… Intimissimi. Otro giro argumental, centrado en una presentación fallida, parece construido solo para permitir que una de sus amigas le espete: “¡Ofendiste a Fendi!”. Y justo cuando la serie parece al borde de decir algo interesante sobre el matrimonio abierto de Sylvie, ella desaparece en una lancha rápida, que conduce por el puerto como si protagonizara un anuncio de perfume.
El literalismo visual alcanza nuevas cumbres cuando Mindy —la mejor amiga de Emily, interpretada por Ashley Park— canta ‘Espresso’, de Sabrina Carpenter, mientras está sentada en una copa gigante de martini durante el lanzamiento de un vodka sabor café. La energía de Park casi logra que la escena funcione. Su actuación es, sin duda, uno de los puntos más fuertes de la temporada. También destaca la incorporación de Minnie Driver, en el papel de una influencer decadente: una “princesa sin cartera” que se casó con la realeza italiana, pero ya no puede costear el mantenimiento del palacio familiar. Para sostener su vida de lujo, se dedica a acuerdos publicitarios en Instagram de gusto dudoso. Driver brilla como esta estafadora glamorosa, aportando una dosis muy necesaria de ironía y autoconciencia.
Más allá de todo eso, ver Emily en París se siente como permitir que el cerebro retroceda en tiempo real. Mirarla equivale a revivir los juegos de Barbie que tenía con mis hermanas, donde todos los personajes vestían atuendos increíbles y los acontecimientos seguían una lógica onírica. Sin embargo, hay una escena con la que no pude evitar identificarme. Durante una videollamada con sus clientes parisinos, Emily presenta una propuesta que, incluso para sus ya bajos estándares, resulta verdaderamente desastrosa. ¿La reacción de los parisinos? Cortar la transmisión y apagar la pantalla por completo.
Traduccción de Leticia Zampedri




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