Soy rusa y he decidido hablar al fin de lo que realmente pienso sobre Putin
Mi corazón acompaña a todas las personas en casa que se sienten igual que yo
En mis días como editora de una revista en Rusia, solía escribir sobre películas protagonizadas por Volodymyr Zelensky. Me parecia un actor decente y una persona bastante agradable. En las últimas semanas, lo he visto convertirse en una figura histórica imponente. Al ver su apasionado discurso ante el Consejo de Seguridad de la ONU, en el que habló sobre los crímenes de guerra cometidos por las tropas rusas en una ciudad de Bucha, me sorprendí pensando que quiero que el próximo líder de Rusia sea como él: valiente, con principios e infinitamente empático.
En el otoño de 1993 comencé mi primer semestre en la Universidad de Nueva York. Apenas un año antes, yo era una adolescente normal de Moscú, cuya mayor ambición era tener un buen par de jeans. Pero a mi padre le ofrecieron un trabajo en una empresa estadounidense y nuestra familia se mudó a Nueva York. Con la mudanza, el mundo se abrió de repente para mí, las posibilidades me atraían. Mi padre, un hombre práctico siempre, me dijo que estudiara negocios. Como siempre fui una niña soviética obediente, no protesté, a pesar de que no me interesaba en lo más mínimo. Sin embargo y afortunadamente para mí, no existía una especialización en negocios en la Universidad de Nueva York y, cuando obtuve mi licenciatura en filosofía, regresé a Rusia y dejé atrás a mis padres y a mi hermano menor. El hecho de que lo hiciera era testimonio de cuán profundamente había cambiado en cuatro años.
Apenas tenía 20 años, pero mis razones para regresar eran claras. Me había enamorado de un hombre que vivía en Moscú y añoraba la gloriosa ciudad que todavía consideraba mi hogar. En 1997, Moscú era un lugar apasionante donde todo cambiaba a un ritmo increíble. Se estaban construyendo nuevas vidas sobre los restos de la URSS. También me sentí atraída por la cultura intelectual rusa, ya que comencé a escribir mi primera novela en ruso y quería que mi hijo —a quien ya llevaba en el vientre— hablara mi lengua materna con la misma fluidez que yo.
El matrimonio con el padre de mi hijo no funcionó, como quizás era de esperarse de una unión entre personas tan jóvenes. Pero estaba ocupada convirtiéndome en quien quería ser, escritora y madre, y me recuperé rápidamente. Mientras tanto, Rusia siguió cambiando. En agosto de 1999, vi a Vladimir Putin en la televisión por primera vez, presentado como el nuevo primer ministro. Nunca he sido particularmente astuta políticamente hablando, pero en ese momento vi en su rostro, como en una bola de cristal, lo que iba a suceder en los próximos años: las intrigas, la corrupción, la represión de los medios independientes, el estado policial.
En septiembre de ese mismo año, una serie de explosiones destruyeron varios bloques de apartamentos en las ciudades de Moscú, Buynaksk y Volgodonsk; más de 300 personas murieron y 1700 resultaron heridas. Recuerdo ver las noticias a altas horas de la noche, mi hijo de dos años dormía en la habitación de al lado y yo temblaba de miedo mientras me preguntaba si mi edificio sería el siguiente. Me imaginé la cosa más horrible: no que ambos estaríamos muertos, sino moribundos, separados por paredes derrumbadas, él llamándome, suplicando ayuda. En pocos días, abundaron los rumores de que fue Putin quien ordenó las explosiones con el objetivo de culpar a los islamistas militantes chechenos. Se convirtió en presidente en 2000, después de comenzar la segunda guerra en Chechenia y de haber prometido “exterminarlos en la letrina”, para deleite de la mayoría de la población de Rusia.
Si hubiera creído en mi premonición inicial, me habría ido de inmediato, pero me gustaba considerarme una persona racional. Así que traté de convencerme de que estaba siendo paranoica. No fue fácil.
Durante los siguientes diez años, el régimen de Putin quitó las libertades de las personas en pequeños pasos que probablemente debían pasar desapercibidos, mientras acumulaba suficiente poder para sí mismo que podía cambiar la constitución y ser presidente indefinidamente. Mientras tanto, construí mi vida en Moscú. Era escritora, pero también era madre soltera cuyos parientes vivían al otro lado del océano, y me preocupaba lo que le pasaría a mi hijo si algo me pasaba a mí. Entonces, aunque quería informar sobre la reducción de la democracia, escribí en cambio sobre la belleza y la cultura. De esta manera, pensé, me protegería de los peligros a los que se exponían quienes cubrían los movimientos nacionalistas y las guerras. No terminaría muerta, como Anna Politkovskaya y muchos otros.
Pero la autopreservación bajo un régimen como el de Putin solo puede llevarte hasta cierto punto. En 2014, cuando el pueblo de Ucrania expulsó de su cargo al presidente prorruso Victor Yanukovych, Putin se mudó rápidamente al país vecino y anexó la península de Crimea. La sociedad rusa se dividió en dos campos opuestos, uno que aplaudió la maniobra de Putin y el otro que se indignó. La pregunta “¿A quién pertenece Crimea?” se convirtió en el marcador más destacado de “ellos” contra “nosotros”. Los matrimonios se derrumbaron por el peso de esta pregunta; las amistades se rompieron irremediablemente; la gente se alejó de sus padres. Más tarde ese año, una disposición de la ley penal obligaba a todas las personas con doble nacionalidad a informar a las autoridades. Hice una copia de mi pasaporte estadounidense, llené los formularios requeridos y fui a mi sucursal local del Servicio Federal de Migración. El hombre que inspeccionó mis documentos tenía el aire inconfundible de alguien que estaba envuelto en la burocracia estatal rusa, a la vez condescendiente y amenazante. Dejó muy claro lo que pensaba de gente como yo, y cuando llegué a casa esa noche, le dije a mi pareja que, finalmente, quería irme de Rusia para siempre.
Tardamos otros dos años en dar el paso y llegamos a Estados Unidos en 2016. Empecé a escribir ficción en inglés y seguí trabajando para medios rusos que no apoyaban al régimen de Putin. Aún así, tuve cuidado de no escribir sobre política, sabiendo que, si regresaba a Moscú, podría enfrentar un proceso judicial. Sin embargo, todo cambió este febrero: la invasión de Putin a Ucrania, un país que había visitado con frecuencia y que amo, un país del que provienen muchos de mis amigos, me hizo imposible mantener el silencio. Necesito decir públicamente que esta guerra es abominable y que los rusos no son iguales a Putin, incluso aquellos de nosotros que, como yo, tuvimos miedo de hablar en el pasado.
Me doy cuenta de que puedo correr este riesgo porque estoy en Nueva York, protegida por mi pasaporte estadounidense. Se aprobó una ley en Rusia que prohíbe a sus ciudadanos usar la palabra “guerra” para referirse a la “operación especial” que se está llevando a cabo en Ucrania, y les impide decir que están en contra bajo la amenaza de encarcelamiento. Mi corazón acompaña a todas las personas en casa que se sienten igual que yo. Sé que hay muchos de ellos y que están sintiendo una culpa aplastante por no haber podido detener de alguna manera a Putin, el presidente que no eligieron. Y aunque agonizaremos durante mucho tiempo con la pregunta de qué más podría haber hecho cada uno de nosotros, está más que claro que las protestas pacíficas no tienen ninguna posibilidad contra las armas de Putin y su total desprecio por la vida humana.