El ataque contra Paul, el esposo de Nancy Pelosi, podrá ser muchas cosas, pero no motivo de sorpresa
Se dice que el sospechoso gritó: “¿Dónde está Nancy?”, luego de ingresar a la casa de los Pelosi en San Francisco y atacar a su esposo de 82 años con un martillo
Cualquier figura política, o su pareja, o un miembro de su personal, se sentirá asustado y conmocionado por el ataque perpetrado de madrugada en la casa de San Francisco de la presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, apenas quince días antes de que la nación vote en unas elecciones de gran importancia. Al parecer, el intruso gritó “¿Dónde está Nancy?” mientras blandía un martillo cuando irrumpió en la residencia de los Pelosi a primera hora de la mañana. En una rueda de prensa celebrada hoy, la policía ha identificado al sospechoso como David Depape, de 42 años, y ha informado que se enfrentará a cargos de intento de homicidio, “maltrato de personas de la tercera edad, robo con allanamiento de morada y varios otros delitos adicionales”.
La nación está conmocionada, sin duda. También asqueada. Y la simpatía se ha extendido sin reservas a Paul Pelosi, un hombre de 82 años que ahora lucha por recuperarse en un hospital de California. Pero, ¿puede alguien decir que se ha sorprendido realmente con esto? Si es así, ¿dónde has estado?
Estados Unidos tiene una larga y retorcida historia de violencia política que incluye el asesinato de cuatro presidentes estadounidenses. Los Archivos Nacionales señalan que también se atentó contra la vida de otros dos presidentes, un presidente electo y un expresidente.
El más reciente fue el de Ronald Reagan en marzo de 1981, que recibió un disparo y estuvo a punto de morir cuando regresaba a su limusina después de dar un discurso en el Hilton de Washington D. C. Los colores y los estilos de los trajes de quienes fueron captados por las cámaras ese día pueden hacer que parezca una historia muy antigua, pero fue hace apenas una generación.
Cuánto más tóxica se ha vuelto la política estadounidense desde entonces. Cuánto más abrasiva. Incluso hace 20 años, cuando George W. Bush era una figura muy controvertida por su invasión de Irak, los votantes demócratas y republicanos podían aceptar sus diferencias en política y tomar una copa o cenar juntos. Apenas dos décadas más tarde, las familias se separan y las amistades terminan irremediablemente por la incapacidad de dejar de lado la política partidista para centrarse solo en los aspectos no políticos de sus relaciones.
Los estadounidenses ni siquiera se ponen de acuerdo sobre si las personas que atacaron el Capitolio el 6 de enero son héroes o sediciosos.
Las cosas han empeorado, y parece que se intensifican aún más. Según Associated Press, en 2021 la policía del Capitolio investigó unas 9.600 amenazas contra miembros del Congreso.
Parece que ha pasado una eternidad desde aquel momento de la campaña de las elecciones presidenciales de 2008 en el que John McCain reprendió de manera educada pero firme a una simpatizante que gritaba mentiras sobre Barack Obama. “No, señora”, replicó McCain. “Es un hombre de familia decente, un ciudadano con el que casualmente no estoy de acuerdo en cuestiones fundamentales”.
Las redes sociales e Internet en general son sin duda responsables en parte de esta intensificación. Todos estamos ya familiarizados con ese tipo de jóvenes (y parece que invariablemente son hombres los que llevan a cabo estos actos de violencia política) que se adentran en la espiral descendente de una teoría de conspiración que termina por llevarlos a conducir cientos de kilómetros y abrir fuego con un rifle semiautomático en una pizzería de Washington D. C. porque llegaron a creer que ese es el epicentro de un escándalo de abusos a menores supervisado por poderosos demócratas.
Ha habido otros ataques más graves. En 2011, la congresista demócrata Gabrielle Giffords recibió un disparo en la cabeza en un incidente a la salida de un supermercado de Tucson. Y en 2017, hubo un ataque casi mortal contra el congresista republicano Steve Scalise, por alguien que presuntamente era partidario de Bernie Sanders. Otros incidentes más recientes han sido perpetrados por presuntos partidarios de Donald Trump.
Por el momento, no sabemos demasiado sobre los motivos precisos o los antecedentes del hombre que atacó a Paul Pelosi. Sin embargo, las publicaciones de David Depap en las redes sociales en los últimos años sugerirían que él también se había aficionado a las conspiraciones. Los informes de que gritó “¿Dónde está Nancy?” al entrar en la casa de los Pelosi nos recuerdan las inquietantes grabaciones de audio realizadas durante el ataque del 6 de enero en el Capitolio de Estados Unidos, donde los alborotadores corearon “¿Dónde estás, Nancy?” y “Cuelguen a Mike Pence”.
En vísperas de las elecciones de mitad de mandato, el incidente de San Francisco ha añadido más ansiedad en un momento en el que todo el país está en vilo sobre si habrá amenazas a los trabajadores electorales, o esfuerzos en algunos distritos para incitar a la gente a no votar. No existe una vía sencilla para apartarse de todo esto, para tranquilizar a la gente. Pero la responsabilidad debe recaer en los líderes políticos.
Estados Unidos no es el único lugar donde se produce la violencia política, basta con ver los ataques mortales a dos diputados británicos en la última década, pero es en Estados Unidos donde los políticos alientan a sus seguidores a corear y abuchear, y a gritar “¡Enciérrenla!” cada vez que se menciona el nombre de Hillary Clinton. Es en Estados Unidos donde los candidatos republicanos denuncian repetidamente a Pelosi como la encarnación del “socialismo”, pasando por alto la realidad de una mujer que es multimillonaria por cortesía del capitalismo estadounidense.
También es cierto que los demócratas abuchean y les silban a Trump y a Ted Cruz. (El viernes, tras el ataque a Paul Pelosi, muchos conservadores en las redes sociales afirmaron que cuando se hizo una amenaza de muerte contra el juez conservador de la Corte Suprema Brett Kavanaugh, parte de los medios de comunicación liberales le restaron importancia).
Pero es difícil no ver que la demonización de personas como Pelosi (cuyo nombre es, irónicamente, una importante táctica de recaudación de fondos para los republicanos) garantiza que la intensidad alcance un nuevo nivel.
¿Cómo podemos ponerle un alto a esta tendencia?
Necesitamos que nuestros líderes se pronuncien. Necesitamos que denuncien toda la violencia política. Pero no basta con que Joe Biden y Mitch McConnell hagan declaraciones de preocupación. Necesitamos que los políticos de todo el espectro se expresen con sinceridad, sobre todo porque si no se frena esta marea de violencia política, cualquiera de ellos podría ser la siguiente víctima.
Y deberíamos dejar de obsesionarnos con la postura dentro del espectro político en la que se encontraba cada uno de los atacantes. Hay pruebas más que suficientes de que esta toxicidad los afecta a todos.
La otra persona (alguien fundamental, si somos sinceros) que es crucial para una potencial sanación es Donald Trump. Necesitamos que el expresidente denuncie lo ocurrido. No importa si Trump y Pelosi se desprecian mutuamente, y es evidente que es así, pero por el bien de la nación, Trump necesita unirse a esas otras voces importantes que instan a la gente a tranquilizarse. Mucho depende de ello.