“Tuve que dejar atrás a mis dos hijos”: Ucranianos huyen del terror y tienen parientes rusos que no les creen
“Bombardearon mi casa, la destruyeron”, una joven sobreviviente, Ana, jadea sin aliento desde un búnker. “Llamé a mi hermana y a mis primos mientras sucedía, alcé el teléfono para que pudieran escuchar los horrores, y aún así no me creyeron”
La artillería resuena a través del cielo nacarado de la tarde, cada vez más fuerte, pero Maria no se inmuta. La joven madre se sienta sola con las piernas cruzadas en el suelo para acunar a su nuevo hijo, Mark. El bebé nació en medio de una lluvia de bombas y balas en el pequeño suburbio de Vorzel, en Kyiv (Kiev), apenas unos días después de la invasión a gran escala de Ucrania por parte de Rusia.
Ella abraza al bebé, envuelto en suaves mantas mientras cae el frío de la tarde, sonríe por un momento. Pero el rostro de Maria se desmorona cuando le pregunto amablemente si este es su primer hijo. “Tuve que dejar a mis otros dos hijos cuando fui al hospital a dar a luz”, tartamudea, con la garganta atrapada en agonía. “Y ahora están bajo ocupación rusa”.
Además de no saber cuándo volverá a ver a sus otros hijos, Maria no puede comunicarse con ellos, ya que se cortaron todas las líneas de comunicación, junto con la electricidad, la calefacción y el suministro de alimentos. Tras abordar un autobús amarillo brillante hacia un campo abierto después de viajar por el intimidante corredor humanitario, no tiene idea de a dónde irá desde este “punto de transición” fuera de la ciudad. Oleksandr, el marido de rostro ceniciento de Maria, se une a ella. Sabe que en cualquier momento podría ser reclutado por el ejército.
Sin embargo, no se quejan. No tiene sentido quejarse. La vida de cada persona se trastocó de forma drástica y se puso de de cabeza. Todo el mundo ha perdido a alguien; todos han perdido algo. Sin importar qué ocurra en las próximas semanas, meses o incluso años, nada volverá a ser igual.
Para los ucranianos, es difícil lidiar con la noción de que un conflicto tan cruel se haya prolongado durante un mes mientras el mundo observa, incapaz, o en muchas mentes, no dispuesto a proteger a los más vulnerables de la matanza sin sentido.
“Hacemos todo lo posible sobre el terreno para mantenerlos fuera. Derribaremos todos los aviones que podamos, pero no podemos evitar que nos bombardeen desde el aire”, subraya Oleksiy Kubelba, Jefe de la Administración Militar de la provincia de Kyiv. “Pero si se nos permite cerrar los cielos si se impone una zona de exclusión aérea, entonces no se pueden lanzar misiles ni bombas, y podemos detener esta matanza”.
Dispersos por Kyiv, y a lo largo de las principales arterias de entrada y salida, hay vallas publicitarias electrónicas que piden que “la OTAN cierre los cielos”, seguidas del subtítulo escalofriante: “No pedimos, suplicamos”.
La imposición de una zona de exclusión aérea tiene implicaciones geopolíticas dramáticas, ya que requiere que la OTAN derribe aviones mientras la vigila y pone a los países de la OTAN en conflicto directo con Rusia. Es fácil ver cómo eso podría conducir a un conflicto total con un enemigo errático que tiene armas nucleares. Sin embargo, explicar esto a los ucranianos, civiles traumatizados que están marcados por las imágenes de bebés ensangrentados y niños sin extremidades, se siente vacío y egoísta. Para ellos, la tercera guerra mundial ya comenzó, y solo terminará cuanto antes actúen Washington y sus aliados occidentales.
Angustioso, también, es el lavado de cerebro del Kremlin a amigos y familiares en el lado ruso. No ha pasado un día en que un ucraniano no se haya lamentado conmigo porque ni siquiera las fotografías y anécdotas de los ataques aéreos son suficientes para convencer a familiares y conocidos del otro lado de la frontera de lo que ocurre.
“A mi casa la bombardearon, la destruyeron”, jadea sin aliento una joven sobreviviente, Ana, desde un búnker en las afueras de la capital, después de haber escapado de su ciudad natal de Kharkiv. “Llamé a mi hermana y a mis primos mientras sucedía, alcé el teléfono para que pudieran escuchar los horrores, y aun así no me creyeron”.
En otra tarde nevada, me siento en el patio de un complejo de apartamentos de Kyiv mientras un grupo de ancianas (viudas y abuelas) preparan cócteles molotov en caso de que las fuerzas rusas entren en la ciudad asediada.
“Esta es mi tierra y no me iré”, afirma una profesora universitaria de 60 años llamada Larissa. “Atacaré a los rusos con todo lo que tengo. ¡Les diré a todos que salgan de aquí!” Tiembla de ira y tristeza, toma mi mano y continúa: “Casi todos los ucranianos tienen familiares en Rusia. Mi propia hermana está allí y no entiende la verdad; ella no me cree. Esto es lo que hace la propaganda de Putin”.
De hecho, eso es lo que la guerra le hace a la gente. Siembra una profunda desconfianza. Divide a las familias entre fronteras, bandos, lealtades. La verdad es una de las primeras bajas.
El exministro de Infraestructura de Ucrania, Volodymyr Omelyan, quien inmediatamente tomó las armas con el ala civil-militar conocida como las fuerzas de Defensa Territorial en las horas posteriores al comienzo del ataque del 24 de febrero al amanecer, ve un frágil lado positivo en la guerra. “Para ser honesto, me alegra que esto esté ocurra en este momento. De lo contrario, estaríamos atrapados en un pasado soviético durante otras cuatro décadas”, declara audazmente desde su antigua oficina, ahora transformada en su hogar y su base militar. “Incluso en el este de Ucrania, aquellos que pueden no haber sido partidarios de Putin pero que estaban a favor de Rusia lo entienden ahora; entienden el monstruo con el que tratamos”.
Ciertamente, muchos me dicen que incluso aquellos que se inclinaron del lado “prorruso” antes de que comenzara la intrusión violenta, ahora respaldan con firmeza a los líderes de Kyiv. El orgullo por el presidente Volodymyr Zelensky es palpable, una fuerza impulsora que mantiene a los ucranianos luchando mientras aumenta el número de muertos y los edificios se derrumban.
“Estoy muy orgulloso de nuestro presidente; él es judío. Antes, la gente de todo el mundo podría haber dicho: ‘Ah, un judío’. Pero ahora la gente lo ve como alguien fuerte”, dice el principal rabino de Ucrania, Moshe Azman, desde los escalones de la Sinagoga Coral Brodsky, donde decenas esperan la evacuación bajo el sonido de morteros distantes. “Estamos muy orgullosos”.
Los ucranianos están decididos a luchar por su libertad y hacer frente a los días desalentadores que se avecinan, no detrás sino al lado de su popular líder. Una y otra vez, los ucranianos insisten en que expulsar a la población es lo que quiere Putin, y no están preparados para darle tal victoria moral.
Dentro de la antigua y encantadora Estación Central de Trenes, repleta de mujeres y niños cansados que esperan con paciencia a que lleguen los trenes para llevarlos a los enclaves occidentales del país un poco más seguros, veo a una madre besar a su hijo adolescente y a su hija en la frente, llora mientras les dice adiós.
“Quiero que mis hijos estén seguros, pero necesito estar aquí por mis padres, mi esposo, mi país”, dice desafiante la mujer bien vestida, cuyo nombre nunca supe. “Esta es mi casa. No debería tener que irme. Los rusos son los que deberían irse”.