La socialité que abandonó la vida salvaje para convertirse en monja
La hermana Mary Joseph pasó sus últimos 32 años en un monasterio carmelita. Pero antes de eso fue Ann Russell Miller, una mujer de la alta sociedad que tenía cientos de amigos, que se dedicaba a bucear y que se codeaba con papas y presidentes, escribe Nathan Place
El 6 de junio falleció en Illinois la hermana Mary Joseph, una monja de 92 años. Su hijo informó su fallecimiento en Twitter.
“Era una monja poco común”, escribió Mark Miller, administrador de un cementerio en San Diego.
Se quedaba corto. De hecho, su madre sólo había pasado el último tercio de su vida como la hermana Mary Joseph. Antes de eso era Ann Russell Miller, una mujer de la alta sociedad de San Francisco que tenía diez hijos, cientos de amigos y una vida social que incluía codearse con presidentes y papas.
Un día, en 1989, lo dejó todo.
“Solía bromear con los miembros de la familia diciendo que, cuando el más joven de nosotros fuera mayor, ingresaría en un monasterio carmelita”, recuerda Miller. “Todos nos lo tomamos a broma... Pero sí, lo hizo”.
Cuando Miller tenía 58 años, tres años después de la muerte de su marido Richard, les contó a sus hijos sus planes. Primero en una comida con sus cinco hijas, y luego en una comida con sus cinco hijos, les preguntó a cada uno de ellos qué planeaban hacer cuando cumplieran 60 años. Después de escuchar sus respuestas, les dijo las suyas: Se haría monja carmelita.
“Les respondió: “Miren, he dedicado 30 años de mi vida a mí misma, y los siguientes 30 a ustedes, niños, y los últimos 30 los voy a dedicar a Dios”, relata Miller.
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Cabe señalar que, incluso entre las monjas, las carmelitas llevan una vida especialmente austera. Pasan la mayor parte de sus días en silencio y nunca salen de sus monasterios, salvo en caso de emergencia. En el convento al que Miller echó el ojo -Nuestra Señora del Monte Carmelo en Des Plaines, Illinois- las monjas conversan con los visitantes a través de una rejilla metálica.
Aunque algunos de sus hijos no podían creerlo al principio, Miller cumplió su promesa. El día de su 61º cumpleaños, celebró una fiesta de despedida en el Hilton de San Francisco, a la que, según Miller, asistieron 800 personas.
“Muchas más no llegaron porque estábamos al límite de los bomberos”, recuerda.
Preocupada por perderse entre la multitud, Miller se ató a la muñeca un globo de Mylar que flotaba a dos o tres metros por encima de su cabeza, con la leyenda “Aquí estoy”.
A la mañana siguiente, voló a Chicago para unirse al monasterio. Sin llevar nada más que un libro de oraciones y un par de sandalias Birkenstock, se instaló en una pequeña y desnuda habitación con una cama de madera, y comenzó una vida tranquila de rezos y elaboración de rosarios.
Fue un cambio sorprendente de estilo de vida, sobre todo teniendo en cuenta lo que había pasado antes. Mirando hacia atrás, décadas después, Miller recuerda la vida de su madre como un bon vivant.
“Estaba al teléfono dos o tres horas al día hablando con amigos. Viajaba constantemente”, indicó. “Cuando decidió hacerse monja, renunció a unas 20 juntas de organizaciones benéficas y comunitarias”.
Los Millers también eran propietarios de 565 acres de terreno agrícola al sur de San Francisco, incluyendo un retiro de 80 acres en las secoyas donde recibían a invitados y dignatarios. Asistieron a actos de recaudación de fondos para candidatos republicanos y conocieron a los presidentes Gerald Ford y Ronald Reagan. Cuando el marido de la Miller murió, Richard Nixon envió cartas de condolencia.
También hubo muchas salidas “extravagantes”.
“Siempre estaba planeando: Oh, vamos a Hawai, he oído que hay un lugar estupendo para bucear. Alquilaremos helicópteros, bajaremos a bucear y volveremos, ¿quién quiere venir?”. O, “He visto unas fotos preciosas de este río. Vayamos todos a flotar por el río Snake durante cuatro días, acampemos en la naturaleza”.
Ya entonces, Miller era una católica muy comprometida y acudía a misa todos los días. Por eso, para mantener su fe mientras estaba en la naturaleza, se llevaba a amigos y familiares, y a un sacerdote.
“En los campamentos de verano me enviaron fotos de ella, sus hermanos mayores, su grupo de amigos y el obligado sacerdote católico”, recuerda su hijo. “Iban en helicóptero a un cráter y hacían buceo!.
Miller comentó que su madre “no era proselitista” y nunca impuso su religión a sus amigos. Con su familia, sin embargo, era una historia diferente.
“Dentro de su propia familia, era muy estricta con las normas”, mencionó. “Si alguien se casaba fuera de la iglesia católica, para ella ese matrimonio no existía. Los hijos de ese matrimonio no eran bienvenidos en su casa. Los cónyuges de esos niños no eran bienvenidos en su casa”.
Lamentablemente, esta faceta más dura de la personalidad de Miller acabó provocando un desencuentro con su propio hijo. Cuando tenía 18 años, recuerda Miller, su madre desaprobaba una relación que mantenía con una mujer mayor y divorciada. Un día, mientras se preparaba para visitarla, su madre se enfrentó a él.
“‘Si decides ir, no vuelvas’”, relata.
Miller empezó a empacar sus cosas.
Al final, indicó, la relación no duró, pero el daño a la relación con su madre fue permanente. Ella lo desheredó, y rara vez se vieron.
“Durante los cinco años anteriores a su ingreso en el convento, la vi tres o cuatro veces”, confirmó.
Años más tarde, Miller llevó a sus tres hijos a verla al monasterio. Para entonces parecía más distante, como una “tía abuela a la que no había visto en mucho tiempo”. Aun así, detalló, parecía feliz.
“Era igual de feliz como monja que como la vi en el exterior”, sostuvo. “Es decir, era un absoluto 180 en todos los demás aspectos de su vida, excepto en su felicidad. No era una persona miserable por fuera, y no era una persona miserable por dentro”.