Las naciones ricas deben aceptar que combatir el cambio climático tiene un precio
La noticia de que los US$100.000 millones anuales prometidos para apoyar las medidas de adaptación y mitigación del cambio climático a los países pobres no se entregarán hasta 2023 representa otro golpe para la Cop26, y es una prueba más de que el mundo desarrollado no está dispuesto a poner entregar recursos conforme lo señalan en sus discursos de buenas intenciones, escribió Sean O’Grady
Bajo la “óptica” de los representantes, la conferencia Cop26 ya quedó un tanto comprometida. La probable ausencia del Presidente Xi de China, que representa al mayor contaminador del mundo, y la ausencia definitiva del Presidente Putin de Rusia, que sigue siendo una superpotencia en el sector de los hidrocarburos, han restado algo de prestigio, si no de glamour, al evento. Al examinar la lista de invitados, el primer ministro británico, Boris Johnson, debe sentirse reconfortado por el hecho de que la Reina parece estar decidida a asistir, impulsada por su sentido del deber hacia la nación y el planeta.
Incluso sin personalidades de tanto peso “en la sala”, se puede llevar a cabo mucho trabajo útil y urgente en la conferencia. No obstante, existe la sensación de que la Cop26 es un fracaso inminente. No es de extrañar, pues, que en el último informe de Johnson sobre los progresos realizados asume que el potencial éxito en la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero son “de tacto”.
Aparte de lo que sabemos que es la enérgica presión de naciones como Arabia Saudí, Japón y Australia para diluir el compromiso de mitigar el cambio climático provocado por la humanidad, el último revés es que la ayuda de US$100.000 millones para combatir el cambio climático a los países en desarrollo, prevista para empezar el año pasado, no solo se postergó, sino que se ha retrasado aún más, hasta 2023. El presidente designado de la Cop26, Alok Sharma, declaró, con su típico estilo emoliente, que “este plan reconoce los progresos realizados sobre la base de un plan de acción”: “Este plan reconoce los avances, basados en nuevos y sólidos compromisos de financiación climática. Todavía queda mucho por hacer, pero este plan de entrega, junto con el sólido reporte metodológico de la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico), aporta claridad, transparencia y responsabilidad”.
Sin embargo, no hay forma de disimular o negar los efectos del cambio climático en algunos de los países más pobres del mundo, efectos que simplemente no tienen los recursos para tratar de prevenir o mejorar. Los US$100.000 millones al año son, de hecho, una cifra bastante modesta cuando se comprende la magnitud de los retos en términos reales a los que se enfrentan estas naciones. Los cambios son casi incomprensibles: El aumento del nivel del mar en las Maldivas, Vanuatu y Bangladesh desplazará a millones de personas; las comunidades del África subsahariana corren el riesgo de ser eliminadas por la desertificación y la expansión del Sáhara; las feroces disputas sobre el suministro de agua y el desvío de ríos y arroyos en el Nilo, el Tigris-Éufrates y el Jordán; la creciente incidencia de las tormentas tropicales en el Caribe, etc.
Cualquiera de estos fenómenos debería ser considerado como una emergencia global; en conjunto, representan una amenaza para la vida en la Tierra, incluso en el próspero Occidente. Las consecuencias humanas son ampliamente predecibles: enormes movimientos de “refugiados climáticos”; enfrentamientos armados por el suministro de agua; la destrucción de cultivos y caladeros; y más pobreza, con todo lo que ello conlleva. Cuando las naciones más pobres se enfrentan a un mayor empobrecimiento, se preguntan por qué deben sacrificar sus propios esfuerzos de industrialización (como ha hecho Occidente desde hace tiempo).
El argumento más poderoso para que las naciones ricas del mundo protejan a sus semejantes es que a Occidente le interesa hacerlo, al igual que limitar las emisiones de gases de efecto invernadero y lograr un mundo neutro en carbono lo antes posible. Sin embargo, no es un argumento que se pueda defender por sí solo, pero frente a Johnson y su silla de policía de perfil bajo y voz suave ha encontrado algunos pobres defensores.