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Horas para colocarlas, minutos para destruirlas: las alfombras de Semana Santa en Guatemala

Giovanna Dell'orto
Sábado, 30 de marzo de 2024 13:46 EDT

Durante la noche previa a que pasen las procesiones de Semana Santa frente a su casa, Luis Álvarez trabaja con una veintena de familiares y amigos para crear con aserrín de colores una compleja alfombra de 35 metros (115 pies) de largo en la calle.

“Una alfombra es un momento de agradecimiento para todas las bendiciones que recibimos a lo largo del año”, dijo el devoto católico, quien lleva más de 30 años elaborando estas alfombras de Semana Santa. “Cada aserrín es una oración”.

Para él, así como para miles de habitantes de esta ciudad colonial rodeada de volcanes, participar en algunas de las tradiciones de Semana Santa más antiguas y populares de Guatemala es una forma laboriosamente planificada, pero imperdible, de estar más cerca de Dios, así como de sus familias y de una comunidad que alguna vez fue muy unida y que está cada vez más diluida por el turismo de masas.

“Toda la vida me va a unir con mi padre, y con mis hijos mucho más”, dijo Francisco González-Figueroa, quien de niño fue aspirante a cucurucho, como se llama a aquellos que cargan las “andas” o angarillas, y quien ahora lleva a sus dos hijos para ayudar en la procesión. “Uno espera siempre para esto. Las sensaciones: el contacto con el divino, pero también la música, los colores, los olores”.

Él fue uno de los más de 9.100 cucuruchos quienes, en turnos de 104 hombres, comenzaron a cargar el anda de una cuadra de largo con una estatua de Jesús cargando la cruz de tamaño natural y 300 años de antigüedad desde la iglesia de La Merced alrededor de las 9 de la mañana del Domingo de Ramos. Aún seguían su camino por las calles empedradas horas después de que el abrasador sol tropical se hubiera puesto.

La hermandad de Jesús Nazareno de La Merced, fundada en 1675, organiza una de las procesiones más antiguas del país, pero hay media docena más tan solo en Antigua durante la semana anterior a Pascua, con dos el Viernes Santo.

Decenas de miles de personas de todas las edades y profesiones se inscriben a lo largo de la región para ser cucuruchos por una tarifa nominal de alrededor de 5 dólares. Eso ayuda a las hermandades a pagar los elaborados adornos de las andas en las que se transportan las imágenes sagradas y que cambian cada año para transmitir un mensaje bíblico diferente y así ayudar en la misión principal de evangelización.

El número de portadores —hombres para las andas principales y mujeres para las más ligeras que van atrás con imágenes de la Virgen María— ha aumentado después de que las procesiones fueran canceladas o restringidas por tres años durante la pandemia, una interrupción que los lugareños lamentaron y calificaron como sin precedentes, ya que ni siquiera los terremotos los habían detenido.

“Le pedimos a Él que quitara la pandemia porque queríamos cargar”, dijo Julio de Matta, quien ha sido cucurucho durante dos décadas. Como muchos participantes y vecinos de Antigua, se refiere al anda como a Jesús mismo, no una estatua, una señal sorprendente de una fe profundamente sentida.

“Es un sentido de penitencia. A nosotros, desde niños nuestros padres nos inculcaron mucha devoción”, añadió una hora antes de que comenzara la procesión del Domingo de Ramos. Aunque su turno de cargar llegaría apenas doce horas después, ya estaba esperaba en la iglesia de La Merced vestido con el tradicional velo blanco y la túnica de exactamente el mismo tono violeta que las flores de las jacarandas de toda la ciudad.

A unas cuadras de distancia, Iván Lemus también esperaba que los cucuruchos caminaran pesadamente sobre la primera alfombra que elaboró, como le había prometido a su abuela enferma que haría frente a su casa amarilla de un piso.

Lemus y más de una docena de amigos trabajaron durante la noche para preparar la base sobre los adoquines, luego llenaron los moldes con cucharadas de aserrín de colores para realizar diseños de una cruz con uvas y trigo, así como una mariposa, enmarcada por figuras de zanahorias, coliflores y elotines —mazorcas diminutas de maíz local— teñidas de colores reales. Temprano en la mañana, tuvieron que rehacer una esquina después de que un motociclista que transitaba resbaló y la borró accidentalmente.

Con aspecto emocionado, aunque con los ojos llorosos, Lemus, de 28 años, dijo que el que la procesión pase sobre una alfombra que él hubiera creado siempre había sido su sueño.

“Jesús pasa en frente de tu casa y uno le va a ofrecer algo y a ser bendecido”, dijo Lemus mientras un amigo rociaba suavemente el aserrín con agua para mantenerlo estable en el viento cálido.

Calle abajo, junto a las ruinas de una iglesia del siglo XVII, la familia que opera una peluquería corría incesantemente a su alfombra para volver a colocar las cajitas de madera derribadas, coronadas con cruces y llenas de flores como crisantemos amarillos que enmarcaban imágenes de la Virgen María y de la Hostia Consagrada.

“Es nuestra manera de agradecer a Dios porque todo el año tenemos trabajo”, dijo Alejandra Santa Cruz, mientras la procesión se acercaba tanto que los tambores y las nubes de incienso llenaban el aire.

Si bien todavía hay casas y negocios familiares en el centro histórico, la popularidad de Antigua entre los turistas internacionales significa que muchos han sido absorbidos por hoteles, Airbnb y restaurantes, deteriorando el tejido social que hace que la Semana Santa sea más especial.

“Es el único momento de recuperar la calle en Antigua”, dijo Leonel González, quien se inició como cucurucho cuando tenía 10 años con su abuelo, su padre y sus tíos. “Antigua es cada vez menos de la gente de Antigua”.

Todavía viaja más de tres horas —desde la ciudad de Quetzaltenango donde trabaja como médico— cada Viernes Santo para cargar el anda en Antigua y ponerse al día de los chismes locales con sus amigos de la infancia. Es posible que no se vean el resto del año, pero infaliblemente se encuentran a una hora determinada en una esquina determinada el Viernes Santo.

“Cuando uno toma el brazo (del anda), uno agradece por estar y recuerda (a) los que ya no están”, dijo González Figueroa, y agregó que los eventos de Semana Santa se recuerdan y planifican en reuniones familiares durante todo el año. “Yo siempre digo a mis hijos: Esto no les hace mejor o peor, sino nos une”.

Por eso, a Álvarez le alegra ver que jóvenes que generalmente no viven en el centro histórico se interesen por conocer las tradiciones de las alfombras, a pesar del importante esfuerzo y costo que implican. Todavía recuerda una noche de 2011 en la que azotaron tres tormentas a intervalos, lo que le obligó a empezar de nuevo cada vez y a terminar la obra con apenas materiales suficientes y justo antes de la procesión.

Para el Viernes Santo, planea dos alfombras diferentes, cada una de aproximadamente 105 metros cuadrados (1.100 pies cuadrados) con 32 diseños principales: uno hecho con aserrín de colores sombríos para la mañana y otro con flores para la tarde, cuando el viento arrecia.

Pero hasta unas cuantas agujas de pino bien dispuestas agradan a Dios, si esa alfombra se hace con el corazón. Y cada antigüeño tiene al menos un diseño en la cabeza, explicó Álvarez.

¿No les importa, entonces, ver meses de planificación y noches de arduo trabajo literalmente pisoteados hasta el olvido en menos de un minuto?

Al contrario, responde con una sonrisa: “Esperando el momento es especial: la espera a Jesús que pase”.

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