"Soy gay". Le tomó décadas decírselo a los demás.

“Mi trabajo es dar a conocer la verdad

Bobby Caina Calvan
Lunes, 10 de octubre de 2022 13:02 EDT

Me agaché sobre el césped mojado y saqué algunas malezas que habían crecido junto a la lápida de mi padre. Me costó encontrar las palabras --y el valor-- para decirle lo que no pude decirle en vida. Había volado miles de kilómetros hasta Sacramento para visitar a mi padre y revelarle el secreto que había guardado la mayor parte de mis 57 años.

Mi padre no había sido el tipo de persona que tiene conversaciones a corazón abierto con sus hijos. Y yo no soy de esos que le cuentan sus cosas más íntimas a su familia, ni siquiera a mis hermanos más allegados. Me guardé bien adentro mis peores tormentos.

Tartamudeé al hablar frente a su tumba. Me tomó media hora armar una oración completa mientras seguía limpiando malezas y arreglando las flores que le había llevado. “Papi, tengo que contarte algo que te quise decir por mucho tiempo”.

Con voz entrecortada, por temor a que la brisa le llevase mi secreto a los oídos indiscretos de alguien, se lo dije finalmente a mi padre, que había fallecido hacía 24 años.

“Papi, soy gay”.

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Soy el octavo de nueve hijos, uno de esos chicos con aspecto de estudioso, al que le iba bien en la escuela sin siquiera esforzarse. Éramos una familia filipina de clase trabajadora, podríamos decir que pobre. Mi padre ordeñaba vacas para una empresa láctea del otro lado de las montañas Ko’olau del Parque Diamond Head, en Hawái.

Vivíamos en un barrio con una docena de casas de familias mayormente inmigrantes, pegadas a unas pasturas donde comía el ganado. Mi madre trabajaba en hoteles de Waikiki.

No tuve muchos amigos afuera de mi pequeña comunidad. Me gustaba estar solo. A veces construía casas en los árboles al pie de la montaña o caminaba junto a un arroyo y recogía olominas y cangrejos.

En mi cultura hay gays, sin duda. Pero los visibles son objeto de burlas. Las palabras que se usaban para aludir a ellos eran “bakla”, que en filipino y “mahu” quieren decir “marica”, expresiones con un tono despectivo que no me hubiera gustado usasen conmigo.

En la cultura asiática se nos enseña a no ofender a la familia. Pensaba que ser gay era algo que humillaría a mi familia.

Supe que me atraían los hombres desde la pubertad. Traté de engañarme a mí mismo, y a los demás, diciéndome que me gustaban las chicas. Pero cada vez que una de ellas mostraba interés en mí, yo le escapaba.

De joven, no duraba en los trabajos. La verdad es que me alejé de varios porque quería ocultar mi sexualidad. En una ocasión me gustó mucho un colega que no era gay y me fui de ese sitio porque la situación era insoportable. Seguí mintiéndome a mí mismo.

A mucha gente le resulta fácil revelar quiénes son realmente, sobre todo a los jóvenes de hoy. A veces me pregunto qué hubiera pasado si lo hacía antes. Tal vez hubiera echado raíces en una comunidad y no hubiera saltado de trabajo en trabajo, de una ciudad a otra.

Mi vida hubiera sido mucho más ordenada.

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Como periodista, mi trabajo es contar la verdad. En mi vida privada, sin embargo, mentí por años. Oculté la verdad para protegerme. Fue una falla ética que me atormentó mucho tiempo.

Admitir abiertamente quién soy me tomó décadas. Todavía estoy dando a conocer mi sexualidad a la gente. Antes de la confesión que le hice a mi padre, lo había hecho solo con un puñado de amigos.

El primer amigo al que se lo dije me llevó a un bar de Washington. Todavía me sentía avergonzado. Evité mirar a otros hombres. Cuando mi amigo salió a fumarse un cigarrillo, sentí que alguien me daba una palmada en la espalda.

“Felicitaciones”, me dijo.

“¿Por qué?”, le pregunté.

“Por haber tenido el valor de dar la cara”, respondió.

Me sentí violado. ¡Cómo puede ser que mi amigo le haya contado eso a un extraño! Había perdido el control sobre mi secreto, por más de que él tuviese las mejores intenciones. No nos dimos cuenta de que esto de dar la cara sería algo más complicado y costoso de lo que parecía.

Durante cuatro años no le conté nada a nadie.

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Guardar el secreto, sin embargo, fue durísimo. Casi me cuesta la vida.

En uno de mis peores días, salí a dar un paseo en el auto por el Parque Nacional Glacier de Montana, para tratar de despejarme. Era un camino de montaña, con acantilados. En determinado momento mi Subaru se acercaba a la ladera y casi dejo que siga de largo. Pensé que todo sería más sencillo del otro lado. Hasta que una sirena me sacudió y volví a la realidad. Era la sirena de una ambulancia. Más tarde me enteré de que un senderista había fallecido en un accidente. Ese sonido agudo tal vez me salvó la vida.

Después de ese episodio, decidí dar la cara de nuevo.

Uno de mis mejores amigos y su esposa, que vivían en París, estaban de visita en Nueva York para el Año Nuevo del 2018. Me dije que era hora de contarle todo a Kevin. En la primera ocasión que se presentó, no pude hacerlo.

Al día siguiente, me reuní con unos amigos para tomar unos tragos y finalmente me animé. El corazón me latía a mil. Me temblaban las rodillas. Mis amigos se preocuparon al ver que estaba tan ansioso.

“Es algo sobre mi sexualidad”, les expliqué, sin poder pronunciar la palabra gay.

“Que alivio”, dijo un amigo. “Pensé que nos ibas a decir que tenías cáncer”.

La mañana siguiente me senté con Kevin, mi mejor amigo, y le dije que tenía algo importante que contarle.

“¿Recuerdas que me pediste ser tu padrino en tu boda?”, arranqué. “Quería decirte esto en ese momento, así podías cambiar de parecer”.

“¿De qué estás hablando?”, me dijo él.

Otra vez no pude emplear la palabra gay. Sudaba y temblaba.

Vi que su esposa se preocupaba. “¿Qué te pasa?”, preguntó Kevin.

Le di una pista.

“¿Eres gay?”, dijo él.

Asentí. Él reaccionó aliviado.

“Lo siento, no trato de ser bromista. Pero, ¿eso es todo lo que tenías que decirnos?”.

Agregó que, de todos modos, me hubiese pedido que fuera su padrino.

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La mayor parte de mi vida sufrí migrañas. Cuando finalmente conté mi verdad, los dolores casi desaparecieron.

Pero todavía no podía decírselo a mis hermanos.

Durante una visita a California, me hice a un lado con un sobrino. Todos estos años quise contárselo a su madre. Pero no pude reunir el valor.

Pocos días antes, casi tengo una crisis de nervios al tratar de hablar con ella en un auto. Justifiqué mi comportamiento diciendo que estaba estresado por cuestiones del trabajo.

Cuando escuchó lo que le dije, me preguntó por qué no había hablado antes. “Tío Bobby, hubieras podido ser mucho más feliz”.

Meses después, se lo conté a un sobrino más joven. Después de un partido de fútbol americano --el era un quarterback estelar-- me preguntó acerca de mi vida amorosa. Me dijo que nunca le había presentado una mujer a la familia, que no sabía si salía con alguien. Quería saber por qué.

Lo mismo su hermana, quien más tarde contó: “Siempre quise preguntarte, pero no quería ponerte en una situación incómoda”.

“Cuando le conté mi secreto hace algunos meses, se encogió los hombros. ‘Lo sospechaba’”, comentó.

Me sentía más reticente a contárselo a mis dos hermanas mayores, mellizas, que eran católicas devotas.

No sabía qué esperar cuando hablé con una de ellas. En tono calmado le conté acerca de mi depresión. Ella era enfermera y me preguntó cómo me sentía.

Fue entonces que le hablé de la causa de mis años de depresión. Le conté de la vez en que casi me suicido en una carretera.

“¡Dios mío!”, exclamó. “No te preocupes por esas cosas. Dios te ama de todos modos”.

Ella me recomendó que no hablase todavía con mis otros hermanos. Me dijo que tenían demasiadas preocupaciones como para lidiar con esto ahora.

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Me dicen que me parezco a mi padre. Cuando estoy alegre, asumo su personalidad. Un tipo adulador, parlanchín, divertido. La verdad es que soy más como mi madre. Alguien que puede sentirse bien con otros, pero no siempre. Con estados de ánimo cambiantes, por momentos arisco.

Era más allegado a mi madre que a mi padre. Los dos se sentían muy orgullosos de mí, por más de que no les hubiese hecho realidad su sueño de ser un hombre de familia, con autos caros y un buen pasar. Nunca me interesó nada de eso. Pero se enorgullecían de que hubiese ido a la universidad y de la profesión que elegí.

A mi padre le encantaba leer el diario, ver el noticiero de la noche y seguir la política. Se hubiera sentido muy orgulloso de que yo haya estado junto a un presidente o cubierto el Congreso.

Semanas antes de mi partida para cubrir la guerra en Irak, nos reunimos en nuestra ciudad en las Filipinas para festejar los 80 años de mi madre. Ni ella ni ninguno de mis hermanos sabía que me iba a una zona en guerra. Pensé en contarles mi secreto, por si algo salía mal.

No lo hice.

Cuando me despedí de ella en las Filipinas, no sabía que ya no tendría otra oportunidad.

Mi madre falleció en el Día de Acción de Gracias del 2007, dos meses después de su cumpleaños.

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Cuando le conté mi secreto a mi padre en su tumba, le pedí algo: Que no se lo dijese a mi madre. Quería hacerlo yo. No sabía que había erigido una fortaleza a mi alrededor.

Ahí estaba yo en su tumba, tratando de contarle todo.

Había esperado hasta el día previo a mi partida a Irak. Seguramente ya lo sabía. Intuición de madre. Tal vez mi padre ya se lo había dicho. Pero yo necesitaba contárselo, como si estuviese viva.

Frente a su tumba, dejé correr el tiempo. Limpiaba la cera de las velas. Me estaba asando bajo un calor infernal. Esperaba que la verdad surgiera a borbotones. Reunir el valor que había tenido meses atrás en la tumba de mi padre.

Pero no encontré las palabras para romper ese silencio tan incómodo. No pude decir lo que quería. No allí, en ese momento.

Me di vuelta y regresé a casa, lleno de remordimiento. Todavía no había terminado de cumplir mi propósito.

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Bobby Caina Calvan es corresponsal de la Associated Press en Nueva York. Está en http://twitter.com/BobbyCalvan

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