“Mina de la muerte” busca renacer con turismo en Perú
Un pueblo fantasma de los Andes peruanos que nació junto al que fuera el mayor depósito de mercurio del hemisferio occidental e impulsó la minería desde México hasta Bolivia hace cuatro siglos, busca renacer con el turismo
Cada mañana el pastor Esteban Taipe espía desde su cabaña de piedra si algún visitante llega al pueblo abandonado en los Andes peruanos que surgió junto al que fuera el mayor depósito de mercurio del hemisferio occidental e impulsó la minería desde México hasta Bolivia hace cuatro siglos.
La “mina de la muerte”, conocida así por la cantidad de mineros indígenas que fallecían envenenados con mercurio, está ubicada en la comunidad quechua de Santa Bárbara y fue el principal yacimiento de ese mineral en las Américas hasta el descubrimiento de otro en California en el siglo XIX.
“Me gustaría que haya otra imagen del sitio, de la iglesia, de los campos, que esté restaurado”, dijo Taipe, quien cuando ve llegar un automóvil al pueblo fantasma deja sus alpacas en el corral, se coloca un sombrero y camina un kilómetro con una mochila en el hombro para recibir a los visitantes.
Taipe, de 70 años, se ha convertido en guía improvisado de la ciudad de casi 200 estructuras de adobe y piedra, una iglesia barroca, socavones clausurados e instalaciones mineras de un campamento que dejó de funcionar hace 45 años.
Santa Bárbara está ubicada en Huancavelica, la única región de Perú que no tiene conexión aérea con la capital ni con otras regiones. La gobernación busca convertir el complejo minero en su principal atractivo para impulsar el turismo en una de las zonas menos visitadas del país.
Por eso ha postulado el complejo minero como Patrimonio Mundial ante la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) y busca colocarlo en un nivel de interés similar al que tienen desde 2012 otras minas emblemáticas de mercurio como Almadén, en España, e Idrija, en Eslovenia.
Según la UNESCO la producción de mercurio en Huancavelica fue la mayor del hemisferio occidental y ocupa el cuarto puesto del mundo luego de Almadén, Idrija y Monte Amiata, en Italia.
Para los indígenas de los siglos XVII y XVIII, el trabajo en Santa Bárbara y otras minas era obligatorio. En los socavones de plata de Potosí, en Bolivia, adonde llegaba el mercurio peruano, eran golpeados y azotados si los supervisores españoles consideraban que su rendimiento era pobre.
La población de los Andes quedó devastada principalmente por el trabajo minero, según expertos. Por ejemplo, la provincia de Chumbivilcas -a 445 kilómetros de Santa Bárbara- cuya gente era obligada a extraer mercurio, disminuyó en más de 11.000 habitantes entre el siglo XVI y XIX.
El cronista limeño Buenaventura de Salinas y Córdova escribió en 1630 que centenares llegaban a Santa Bárbara “encadenados como malhechores” seguidos en ocasiones por sus familiares, de quienes se despedían con cantos antes de ingresar a los mortales socavones.
En su libro “Memorial de las historias del Nuevo Mundo, Perú” relata la historia de un hombre quien tras sobrevivir al trabajo minero retorna a casa y encuentra a su mujer muerta y a sus dos hijos al cuidado de una tía. Cuando el jefe de su aldea le exige volver a la mina, antes de suicidarse ahorca a sus hijos para librarlos de “los trabajos que él pasaba”.
Otros sufrían “azogamiento”, el nombre antiguo para la intoxicación por mercurio que se manifestaba con temblores, llagas en los labios, salivaciones y dificultad para hablar.
“Mucha gente sufrió”, resumió Taipe, quien pese a tener la primaria incompleta afirma que aprendió la historia de Santa Bárbara de los ocasionales guías que han llegado acompañando a visitantes extranjeros que vienen desde Cusco, la capital del imperio de los Incas.
Santa Bárbara comenzó a disminuir su producción entre los siglos XVIII y XIX, pero el descubrimiento de otra mina de mercurio llamada New Idria en 1854 en California, durante la fiebre del oro en esa parte de Estados Unidos aceleró su caída.
En el siglo XX una minera peruana siguió explotando a tajo abierto la zona y construyó una planta concentradora, una hidroeléctrica y un sistema de cable carril para transportar el mineral, pero todo dejó de funcionar a mediados de 1970.
El complejo metalúrgico y las oficinas de la planta minera, aún en pie, dan la sensación de que el tiempo se ha detenido. Cuadernos contables y hojas de producción cubiertos de polvo están desparramados por el piso.
El conflicto armado que enfrentó entre 1980 y 2000 a las fuerzas de seguridad y al grupo terrorista Sendero Luminoso terminó por convertir a Santa Bárbara en un pueblo fantasma. Debido a las desapariciones y abusos de ambos bandos los campesinos que vivían cerca del pueblo colonial lo abandonaron. Se calcula que al menos un centenar de integrantes de la actual comunidad de 280 kilómetros cuadrados fueron asesinados durante esa etapa violenta.
En 1995, Taipe y su esposa llegaron a vivir a una cabaña ubicada a un kilómetro de la ciudad abandonada. Años después el pastor se volvió cristiano y desde entonces se ha encargado de ser el guardián de la iglesia colonial, que había sido saqueada durante el conflicto armado.
Sólo un día al año el pueblo recobra vida: cada 4 de diciembre, cuando los comuneros católicos celebran la fiesta de Santa Bárbara, protectora de los mineros. Una banda toca música andina mientras los más jóvenes persiguen a un toro en la plaza frente a la iglesia y otros bailan y beben cerveza.
Pero cuando la oscuridad de la noche los obliga a irse, el pueblo queda otra vez en silencio por un año más.