Para los padres que han vivido tiroteos en EEUU, educar a sus hijos requiere enfrentar los miedos
Para cuando Hollan Holm entra con el miniván de la familia en el parque Chickasaw, el bullicio entre la gente reunida en torno a un gran cobertizo para días de campo deja claro que el intercambio de historias de esta tarde ya ha empezado.
En medio del intenso calor afuera del pabellón, un entrenador de fútbol juvenil expresa su tristeza por perder a su hijo de 19 años, que fue baleado de muerte en el estacionamiento de una licorería en 2012. Debajo de las vigas del tejado, una madre de cinco hijos, con un niño pequeño sobre su cadera, recuerda a su primo de 15 años, asesinado a balazos apenas al otro lado del parque en diciembre pasado.
Holm también carga con una historia traumática. Pero es de su propia juventud, cuando se vio quebrantada por disparos.
“¿Papá, vas a hablar hoy?”, le pregunta su hija Sylvia, una alumna de sexto grado que lleva puesta una camiseta con la foto de la activista paquistaní Malala Yousafzai, baleada a los 15 años por un combatiente talibán por reivindicar el derecho de las niñas a la educación.
“Tienen a otras personas en fila”, dice Holm, que hace una generación sobrevivió a uno de los primeros tiroteos masivos en escuelas en sacudir la consciencia de Estados Unidos.
Su hijo George, de 8 años, se queja.
“Sí”, dice Holm, poniendo los ojos en blanco. “Ustedes quieren oírme hablar”.
Y realmente quieren.
Pero, ¿cómo puede Holm, que ahora tiene 40 años y es abogado de una empresa de atención sanitaria, hacerles comprender fácilmente lo que él y sus compañeros de clase de un pequeño pueblo de Kentucky sufrieron aquella mañana hace tanto tiempo?
Luego de que este año ha habido una cantidad récord de masacres en Estados Unidos y crecientes fallecimientos de jóvenes debido al uso de armas de fuego, para cualquier padre puede ser un desafío retador tratar de tranquilizar a sus hijos y dejar de lado sus propios miedos.
Puede ser aún más difícil para aquellos que sobrevivieron a los tiroteos escolares de la época de Columbine, ahora que ellos mismos tienen sus propios hijos.
“Realmente no puedo estar entre multitudes y no preocuparme acerca de que tal vez alguien vaya a hacer algo con una pistola... y no quiero que ellos tengan que vivir así”, dice Holm. “Sólo quiero que sean niños”.
Más de 25 años y 320 kilómetros (200 millas) separan la violencia que pende sobre la manifestación de hoy en el West End de Louisville, una zona donde predominan los afroestadounidenses, del tiroteo escolar que atormenta a Holm, que es blanco. Pero la aprehensión de los padres afecta a todos por igual.
De camino a casa, la voz de su hijo llena el miniván con una alegre interpretación de la melodía “Old MacDonald” cuando Holm señala dónde está la desviación que conduce al sitio donde se realizó una manifestación anterior. Su esposa, Kate Dittmeier Holm, hace notar que es exactamente antes de una gasolinera en la que una mujer de 44 años fue asesinada a tiros recientemente cuando intentaba aplacar un pleito entre clientes.
“¿Por qué hay tantos tiroteos?”, dice Sylvia, suplicando más que preguntando.
“Esa”, dice su madre suavemente, “es una respuesta compleja”.
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En Estados Unidos, todos los niños tienen derecho a la educación.
Pero desde que sucedieron un par de tiroteos terribles en escuelas —el ataque de 1989 contra una escuela primaria de Stockton, California, en donde cinco estudiantes fueron asesinados, y la masacre de 12 adolescentes y un profesor en la secundaria Columbine en Colorado una década más tarde—, la cuestión de cómo proteger a los niños y al mismo tiempo mantener el derecho a portar armas ha sido objeto de acaloradas disputas.
Las autoridades escolares han trabajado para “endurecer" la seguridad de sus instalaciones, colocando detectores de metales, simulacros de tiroteos en curso y agentes de seguridad y, en algunos casos, han alentado a los profesores a portar armas. Pero a pesar de ello los tiroteos han continuado, poniendo de relieve las tensiones avivadas aún más por la lectura cada vez más amplia de la Segunda Enmienda constitucional por parte de los tribunales estadounidenses.
En una encuesta reciente del Pew Research Center, cerca de dos terceras partes de los padres dijeron estar muy o algo preocupados por la posibilidad de que ocurra un tiroteo en el colegio de sus hijos.
Para aquellos que han sobrevivido a una balacera en una escuela, la amenaza puede agregar nueva angustia a los antiguos traumas, indica Frank DeAngelis, que era el director de Columbine en el momento de la masacre y que sigue en contacto con muchos de sus exalumnos.
“Agarré a mi pequeña y la apreté contra mi pecho”, le dijo una madre sobreviviente de Columbine con respecto al día en que su hija empezó a ir al kínder. “Luego la puse en el piso y la miré atravesar la puerta y me dije: '¿existe la posibilidad de que nunca regrese a casa?”
Columbine, en su momento el tiroteo escolar más mortífero de la historia de Estados Unidos, marcó un parteaguas, y predominó en las noticias en televisión y el discurso público. Pero en los meses previos, otros tiroteos en centros escolares habían empezado a generar alarma.
A fines de 1997, un alumno de una secundaria de Pearl, Mississippi, mató a tiros a dos compañeros de clase. Unos meses más tarde, en una secundaria cerca de Jonesboro, Arkansas, un par de estudiantes mataron a cinco.
Ocurrió también en una escuela rodeada por plantaciones de tabaco, a unos 10 kilómetros (6 millas) de Paducah, Kentucky.
En diciembre de 1997, un estudiante de 14 años entró al vestíbulo de la Secundaria Heath con una pistola calibre .22 en la mochila y cuatro armas largas envueltas en frazadas. Antes de que empezara la primera clase del día, se puso tapones en los oídos, sacó la pistola robada y empezó a dispararles a un grupo de compañeros reunidos en un círculo de oración matutina.
Mató a tres chicas. Nicole Hadley, de 14 años, era integrante del equipo de básquetbol de los estudiantes de primer año. Jessica James, de 17, tocaba la flauta en la orquesta de la escuela. Y Kayce Steger, de 15 años, que formaba parte del club Law Enforcement Explorers de la escuela y quería ser agente de policía. Otros cinco alumnos resultaron heridos.
Entre ellos se encontraba Holm, entonces de 14 años, lesionado por una bala que le rozó el lado izquierdo del cuero cabelludo. Era una mañana muy fría, recuerda, y cuando cesó la balacera, alguien le ayudó a colocarse cerca de las puertas principales, con el pelo enmarañado de sangre. En los minutos previos a la llegada de las ambulancias, los músculos de su espalda se tensaron de forma incontrolable mientras lo envolvía el aire helado.
Durante años, Holm asegura que se dijo a sí mismo que la herida superficial no justificaba la melancolía. Pero más tiroteos en escuelas y el llegar a ser padre le obligaron a plantearse lo contrario.
“Cuanto más hablaba de ello, más me volvían a dar esos mismos espasmos”, dice Holm, cuyo rostro aún juvenil, ahora enmarcado por una calvicie incipiente, recuerda la foto que aparecía en la portada del periódico Paducah Sun la mañana siguiente al tiroteo. “Y me di cuenta de que había algo a lo que tenía que enfrentarme”.
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Hollan y Kate se conocieron cuando ambos eran estudiantes en la Universidad del Oeste de Kentucky y trabajaban juntos en el periódico del campus. En su primera cita, Kate recuerda que trataba de dilucidar por qué Hollan parecía estar pensando en otra cosa, sin percatarse de que ese día se cumplía el quinto aniversario del tiroteo en Heath.
“Me tardé años en entender por qué Hollan estaba callado y malhumorado ese día”, dice.
Sin embargo, aunque quisiera reconocer el trauma generado por el tiroteo o ignorarlo, éste permanecía ahí.
En los restaurantes, Hollan se aseguraba de elegir una silla que le permitiera ver hacia la puerta, con la intención de mantenerse atento ante posibles amenazas. Cuando un hombre desconocido que portaba una gabardina y una mochila entró a la iglesia un domingo, Hollan se puso tenso, tan alarmado por lo que pudiera hacer el visitante que él y Kate tuvieron que marcharse.
La pareja se había casado, se habían graduado juntos de la escuela de derecho y habían formado una familia antes de que él empezara a confrontar esos sentimientos en serio.
Su primera hija, Sylvia, empezó a ir al kínder en 2017. Ese otoño, durante la cena, anunció que su clase había aprendido un nuevo simulacro. Primero su profesora cerró la puerta del aula con llave y apagó todas las luces. Luego ordenó a los niños de 5 años que guardaran profundo silencio para que la “persona mala” no los encontrara.
“Recuerdo esa expresión en tu rostro; estabas como afligido”, le dice Kate a Hollan.
“Como que me rompió el corazón”, responde él.
Ese diciembre, los sobrevivientes conmemoraron el vigésimo aniversario del tiroteo en Heath con un nuevo monumento conmemorativo en honor de las víctimas. Al ver la ceremonia en directo por la televisión local, dice Holm, se le vinieron a la cabeza imágenes del ataque.
“No estoy bien”, se dijo a sí mismo.
Siete semanas después, un chico de 15 años abrió fuego contra sus compañeros de clase en la secundaria del Condado Marshall en el oeste de Kentucky, ubicada a unos 30 minutos en coche desde Heath. Mató a dos estudiantes e hirió a 14.
Los recuerdos provocados por el tiroteo convencieron a Holm de que debía acudir a un terapeuta. Más tarde ese mismo año, al reunirse con estudiantes del condado Marshall, quedó impresionado por lo mucho que sus historias eran similares a las suyas y cuán poco habían cambiado las cosas.
En las protestas que siguieron a la balacera de 2018 en la escuela secundaria Marjory Stoneman Douglas de Florida, en la que murieron 17 personas, él comenzó a hablar públicamente en favor de que haya leyes más estrictas para regular las armas.
No imaginó la forma en que ello afectaría a su familia.
En agosto de 2019, Holm estaba dando un discurso en las escaleras del tribunal federal de Louisville cuando vio a su esposa y a su hija de 7 años entre la multitud. Por primera vez, Sylvia escuchaba la historia de su padre. Parecía impresionada, con los ojos muy abiertos por el miedo.
“Se acercó a él y le abrazó con fuerza; y uno podía ver la preocupación en el rostro de ella”, cuenta Kate.
Sylvia sólo recuerda vagamente la primera vez que escuchó la historia de su padre, pero sabe cómo la hizo sentir. “Ni siquiera puedo imaginarme vivir sin mi papá”, dice.
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Más de doce años después del día más traumático de su vida, Missy Jenkins Smith sólo pensaba en celebrar.
Su hijo cumplía tres años y ella y su marido Josh lo habían llevado a cenar al restaurante Chuck E. Cheese. De regreso a casa en su automóvil Nissan, adaptado a la discapacidad que Missy sufrió en el mismo tiroteo en el que Holm resultó herido, el niño permanecía despierto.
Sus padres rieron cuando dijo que su segundo nombre, Brock, era casi igual al del presidente de Estados Unidos. Luego, de repente, el tema de su interés cambió.
“Mamá, ¿por qué estás en silla de ruedas?”, preguntó.
“Nos miramos y fue como si estuviéramos en estado de shock. ¿Cómo vamos a responder a esto?”, recuerda Jenkins Smith. “Sabíamos que ese día llegaría, pero nunca habíamos realmente hablado de lo que diríamos”.
Desde luego, se dicen Josh y ella ahora, deberían haber estado preparados. A diferencia de Holm, Jenkins Smith nunca tuvo la opción de esconder lo que le había pasado.
Paralizada del pecho para abajo cuando una de las balas del agresor le seccionó la médula espinal, había sido sincera consigo misma y con los demás sobre la lesión y las circunstancias. En cierto modo, explica, hablar de ello era como una terapia.
Pero eso era muy distinto a tener que explicárselo a un niño pequeño. A su hijo.
“Hubo personas que murieron”, le dijo ella a su hijo, Logan. “Pero mamá vivió, y esto es lo que me hizo a mí”.
La respuesta pareció serle satisfactoria a él, y cuando Jenkins Smith dio un discurso sobre su experiencia cinco años más tarde, llevó a sus dos hijos para que pudieran oírla completa. Aún así, para ellos seguía siendo algo abstracto, como una película o un historia de miedo, explica.
El tiroteo de 2018 en la cercana Secundaria del Condado Marshall, que tuvo algo que ver en que Holm encarara su trauma, también sacudió el hogar de Jenkins Smith.
Las radiodifusoras y las conversaciones se llenaron de relatos sobre el tiroteo. Entonces Logan confió sus miedos a un maestro. Su salón de cuarto grado no tenía puerta y estaba justo cerca de la entrada del edificio, hizo notar. De haber una balacera, tendría que escapar por la ventana.
Missy y Josh trataron de tranquilizarlo, animándole a compartir sus preocupaciones en lugar de ocultarlas. Pero ella también estaba conmocionada por lo ocurrido.
Jenkins Smith llevaba mucho tiempo advirtiendo a los educadores y alumnos con los que hablaba que ninguna escuela era inmune a un tiroteo masivo. Al mismo tiempo, se había dicho a sí misma que su propia comunidad, tras haberlo sufrido una vez, estaría bien.
“Eso era algo que me daba miedo, conocer a gente que había ido a Marshall y que ahora yo era madre”, dice. “Podría volver a ocurrir. No somos inmunes... esas palabras eran ciertas. Era algo inquietante”.
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Bajo la sombra del pabellón del parque Chickasaw, la familia Holm y más de 200 personas adicionales permanecen de pie con las cabezas inclinadas, guardando un segundo de silencio por cada persona asesinada a tiros en Louisville en lo que va del año.
Setenta y cuatro tictacs del reloj, y apenas es junio.
“No son sólo los chicos los que me preocupan, porque ningún niño está a salvo”, dice Myia Brown, madre de cinco hijos, señalando un lugar al otro lado del parque de 24 hectáreas (61 acres), no lejos de un letrero que recuerda que Muhammad Ali entrenó aquí cuando era adolescente.
En diciembre colocaron cerca una pequeña cruz blanca envuelta en flores de seda para recordar al primo de Brown, Ja’Maury Johnson, asesinado a tiros cerca de un lote de asfalto con vistas al río Ohio. Tenía 15 años.
En abril, otras dos personas murieron en Chickasaw, entre ellas un joven de 17 años, y cuatro resultaron heridas cuando alguien disparó contra una multitud.
Esa violencia parece estar muy lejos del tiroteo en el pequeño pueblo que afectó tanto a Holm y dejó a Jenkins Smith en una silla de ruedas. Todos los adolescentes muertos o heridos en 1997 eran blancos, criados en un condado que en algunos años no registra ni un solo homicidio. La mayoría de los que han sido baleados en Louisville son afrodescendientes, y el número de víctimas sigue aumentando.
Lo que comparten es el trauma.
Holm recuerda el pánico que sintió hace años, pocas semanas después de volver a la escuela, cuando confundió el sonido de un globo que estallaba en el interior de un Walmart con un disparo. Incluso ahora, los ruidos fuertes y repentinos pueden provocarle esa sensación.
El sonido de los disparos no es inusual en algunos vecindarios de Louisville. Pero el trauma descrito por las personas reunidas hoy en el parque es al menos igual de intenso.
Krista Gwynn recuerda que, después de que su hijo de 19 años, Christian, muriera en un tiroteo cometido desde un auto en movimiento a cuatro cuadras de su casa en diciembre de 2019, su marido se culpó por no haber hecho más para protegerlo.
Sólo dos años después, su hija mayor, que entonces también tenía 19 años, resultó herida por un disparo en un parque de la zona este de Louisville. La amiga de 17 años con la que iba a reunirse allí fue asesinada.
Ahora los Gwynn han sacado de la escuela a su hija menor, Navada, de 15 años, y la educan en casa para mantenerla a salvo. Cuando ella sale, el marido de Gwynn insiste en llevarla en coche, incluso a casa de una amiga a seis manzanas de distancia. Él lleva una pistola para protegerse, y hace notar que son las personas, y no sus armas, las responsables de cometer actos violentos.
”¿Quién quiere vivir con el hecho de que, cuando llevo a mi hija al parque, tengo que vigilar a cada persona que pasa en coche?”, dice Krista Gwynn. “Tengo que escuchar cada conversación al otro lado del parque que se convierte en una discusión, porque las balas no tienen nombre”.
En la actualidad, al fin, el sonido más sonoro en el parque son las voces que exigen un cambio.
“¡Depongan las armas! ¡Salven a nuestros hijos!”, corean los Gwynn y decenas de personas más mientras recorren el sendero del parque. Cerca de la cola de la procesión, Hollan Holm alza la voz cuando el calor empieza a cansar a los demás, y Kate y los niños secundan su exhortación.
Antes de hoy, los Holm y los Gwynn sólo se habían visto una vez, la tarde anterior, cuando le pidieron a Hollan que presentara a Krista en un acto local del grupo activista Moms Demand Action para pedir leyes más estrictas sobre las armas. Pero eso fue suficiente para que Gwynn percibiera algo.
“Siento que estamos conectados porque ahora somos un grupo de supervivientes”, dice. “Él estrechó mi mano como si me conociera”.
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Detrás de la casa de los Holm, a 3 kilómetros (2 millas) del centro de Louisville, la terraza da a una gran cama elástica, rodeada de una red de seguridad. Kate y Hollan bromean diciendo que, para una pareja de abogados tan familiarizada con los escollos jurídicos de las lesiones y la responsabilidad civil, es una elección extraña. Pero refleja su forma de pensar sobre la paternidad, no sobre la abogacía.
“Hay cierto riesgo, pero también se gana mucho dejándoles salir al mundo”, dice Kate.
Sin embargo, algunos días el mundo pone a prueba esa decisión.
Un lunes de abril por la mañana, Hollan Holm estaba subiendo a su hijo y a su hija al autobús escolar cuando pasaron a toda velocidad siete u ocho autos patrulla de la policía con sus sirenas aullando. Por un momento le irritó que hubieran ignorado la señal de parada del autobús. Luego se dio cuenta de que el sonido le recordaba mucho al de los vehículos de emergencia que habían acudido a la escuela años antes, cuando le dispararon.
Había una buena razón. Poco después de las 8:30 de la mañana, un hombre armado con un fusil AR-15 había entrado en el banco Old National del centro de la ciudad y había matado a cinco excompañeros de trabajo.
Durante la semana que siguió, otras nueve personas murieron baleadas en Louisville, una oleada de violencia que el departamento de policía de la ciudad tachó de “inconcebible”.
El día del tiroteo en el banco, los temores de Hollan Holm por la seguridad de sus hijos resurgieron. Pero se los guardó para sí cuando él y Kate intentaron responder a sus preguntas sobre lo ocurrido.
“Intento no transmitirle esa ansiedad paternal a los niños, porque sin duda es algo que nosotros cargamos”, dice.
De esa forma pueden “ser niños”, con sus días llenos de campamentos de teatro y prácticas de saxofón, novelas gráficas y Legos. Pero, al igual que los niños de todo el mundo, su conciencia crece independientemente de cómo los protejan sus padres.
Poco antes de que acabaran las clases en mayo, Sylvia Holm esperaba con impaciencia la excursión de quinto grado a un salón de juegos. Esa mañana, ella y su padre conducían hacia el colegio cuando en la radio transmitieron una entrevista a los padres de Maite Rodriguez, una de los 19 niños asesinados el año pasado en la masacre de la escuela primaria Robb de Uvalde, Texas. Recordaron la aspiración de su hija de 10 años de convertirse en bióloga marina algún día.
“Después de oír eso, papá realmente ya no habló en todo el trayecto”, cuenta Sylvia.
En el autobús que la llevaba al salón de juegos, se echó a llorar, pensando que los niños de Uvalde tenían casi la misma edad que los amigos que la rodeaban. De todas formas dice, si los niños actuales van a encontrar formas de detener las masacres en las escuelas cuando crezcan, era mejor saberlo.
Kate, sentada junto a su hija en una mesa de picnic del parque, sonríe ante la determinación de la niña de 11 años.
“Cuando yo tenía su edad pensaba: ‘Oh, los adultos van a solucionar esto’. Y aquí está ella diciéndonos: ‘Nosotros vamos a resolver el problema’”, comenta Kate. Pero la expresión de Sylvia sigue siendo muy seria.
“Porque los adultos no han hecho lo suficiente”, dice.
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