El festival Burning Man sobrevivió a un lodazal. ¿El experimento durará 30 años más?
El lienzo en blanco del desierto del norte de Nevada parecía el lugar perfecto en 1992 para que los anarquistas artísticos reubicaran su quema anual de una enorme efigie anónima. Era el adiós a Baker Beach de San Francisco y la bienvenida a la playa de Nevada, la cual solía ser el fondo de un mar interior en épocas muy lejanas.
El pequeño encuentro evolucionó hasta convertirse en el circo surrealista de Burning Man, alimentado por actos de bondad y teatralidad vanguardista, en ocasiones con una dosis de sustancias alucinógenas o desnudez. El espectáculo floreció a medida que el festival se expandió durante las tres décadas siguientes.
Hay quien dice que creció demasiado, y demasiado rápido.
Las cosas llegaron a un punto crítico en 2011, cuando los boletos se agotaron por primera vez. Los organizadores respondieron con un sistema de lotería que estuvo en uso poco tiempo, el cual dejaba a gente fuera de lo que se suponía era un evento radicalmente inclusivo. A medida que Burning Man maduró, proliferaron los alojamientos de lujo, así como los asistentes multimillonarios y famosos.
Katherine Chen, profesora de sociología en la ciudad de Nueva York que escribió un libro en 2009 sobre el “caos creativo” del evento, estaba entre los que se preguntaban si el Burning Man “sería víctima de su propio éxito”.
El crecimiento exponencial llevó a cuestionar cada vez más si los organizadores se habían desviado demasiado de los principios básicos de inclusión radical, expresión, participación y la promesa de “no dejar rastro”.
Este último obstáculo nunca fue tan difícil de superar como este año, cuando los participantes intentaron marcharse el fin de semana del Día del Trabajo tras quemar la escultura de madera de 24 metros (80 pies) que es “el Hombre”.
Una infrecuente tormenta convirtió el desierto de Black Rock en un lodazal a 177 kilómetros (110 millas) al norte de Reno, y eso retrasó la salida de 80.000 participantes. Una vez que salieron, los organizadores tenían seis semanas para retirar la basura restante, según las condiciones de un permiso federal.
Por un margen mínimo lograron aprobar la evaluación el mes pasado, y se les recomendó hacer algunos ajustes para el futuro. El veredicto de la Oficina de Administración de Tierras del Departamento del Interior significa que el Burning Man podrá volver a utilizar terrenos federales el año que viene.
Sin embargo, el debate sobre el futuro del evento seguramente continuará a medida que crezcan las divisiones entre los hippies más veteranos y los recién llegados, más ricos y con más inclinaciones tecnológicas. Los participantes veteranos temen que los nuevos estén perdiendo el contacto con las raíces del Burning Man.
El evento ha dado un salto considerable, pasando de ser un encuentro de cientos de personas a convertirse temporalmente en la tercera ciudad más grande de Nevada, después de las metrópolis de Las Vegas y Reno. El festival atrajo a 4.000 personas en 1995 y superó las 50.000 en 2010.
No es de extrañar que los participantes veteranos se asemejen un poco a jugadores de naipes que refunfuñan en la plaza de un pueblo rural cuando murmuran: “Ya no es como antes”.
“En aquel entonces era mucho más crudo”, dijo Mike “Festie” Malecki, de 63 años, un director de servicios funerarios jubilado de Chicago que ahora es escultor en California, y que este año hizo su 13er viaje a la tierra de los coloridos campamentos temáticos, las imponentes esculturas, los círculos de tambores y los coches artísticos.
“Hay más (gente) que viene de fiesta y no participa. Los llamamos espectadores”, señala.
Los organizadores veteranos llevan mucho tiempo debatiendo si se tornan más civilizados o siguen siendo lo que el cofundador Larry Harvey describió como un “repudio al orden y la autoridad”.
Ron Halbert, de 71 años y originario de San Francisco, lleva 20 años trabajando para apoyar la orquesta de Burning Man, integrada por 90 músicos, y conserva el optimismo.
“Sigue siendo la reunión de la tribu”, afirma.
Para el próximo año, el evento cuenta tentativamente con el mismo límite de asistencia de 80.000 personas. Los organizadores están sopesando aplicar algunos cambios menores, aunque en general se resisten a establecer nuevas normas, dijo la directora ejecutiva Marian Goodell.
En redes sociales, los críticos se quejaron del caos que los asistentes dejaron tras de sí este año, publicando fotos de montones de basura, vehículos abandonados y sanitarios portátiles desbordados, a la vez que ridiculizaban a los “hippies” y su mantra de no dejar rastro tras de sí.
Pero ese caos podría en realidad haber ayudado a que el Burning Man volviera a sus raíces.
Katrina Cook de Toronto dice que la lluvia obligó a la gente a apegarse a los principios fundacionales de participación y autosuficiencia radical.
“La lluvia expulsó a la gente que no quería estar allí por la razón correcta”, dijo Cook.
Mark Fromson, de 54 años, se alojaba en una casa rodante, pero las lluvias le obligaron a buscar refugio en otro campamento, donde sus compañeros le proporcionaron comida y cobijo. Otro principio del Burning Man, dijo, se centra en la donación incondicional sin esperar nada a cambio.
Tras la puesta de sol, Fromson emprendió descalzo el largo camino a través del lodo para volver a su vehículo, avanzando difícilmente por la espesa arcilla que se le pegaba a los pies y las piernas. El reto, dijo, era la marca de una “buena quemada”.
No obstante, Jeffery Longoria de San Francisco, que el verano pasado realizó su quinto viaje consecutivo al Burning Man, dijo que los principios básicos del festival van a evolucionar pase lo que pase a medida que una nueva generación toma el relevo.
“Las personas que crearon esta comunidad, muchas de ellas están envejeciendo y jubilándose, y hay mucha gente joven que está llegando, del tipo de los que tienen un par de casas rodantes de 100.000 dólares y no se preocupan por el medio ambiente”, apuntó.
Soren Michael, un informático de Los Ángeles que realizó su 11mo viaje este año, dijo que el mayor cambio ha sido la capacidad de comunicarse con el mundo exterior desde el desierto.
“Estar desconectado era casi parte del atractivo”, afirmó.
Hace veinte años, esta celebración psicodélica como ninguna otra ya atraía a eruditos académicos —antropólogos, sociólogos, politólogos, economistas y profesores de comunicación—, curiosos por saber cómo funcionaba esa improvisada civilización desvinculada de las reglas del mundo real.
Empezaron a aparecer referencias al Burning Man en episodios de televisión y chistes de programas de tertulia. Los ricos y famosos comenzaron a aventurarse a Black Rock City, como se le conoce a la metrópolis temporal del festival.
En 2018, el Smithsonian American Art Museum de Washington montó una exposición completa sobre el fenómeno. Incluso entonces, los participantes veteranos se quejaron de que el evento se había convertido más en una curiosidad para ver que para hacer.
Ese es, en parte, el problema que tienen los veteranos con la llegada de los campamentos con glamour, en los que empresas privadas ofrecen paquetes de viajes a campamentos con conserjería, casas rodantes de lujo y suntuosas comidas servidas a la luz de candelabros. Algunos creen que estos campamentos infringen los principios del Burning Man.
El creciente número de multimillonarios y famosos que llegan en aviones privados a la pista de aterrizaje temporal de Black Rock City “parece ser la cosa favorita de la gente para odiar”, dice Goodell. Pero la riqueza no debería ser motivo de vergüenza, agregó.
“La cuestión no gira en torno a los campamentos con glamour”, dijo. “La comodidad no supone falta de compromiso. Se trata de si tienes un campamento con glamour y no estás realmente comprometido”.
El propósito de Burning Man sigue siendo el mismo: crear un entorno creativo y estimulante, del que la gente pueda llevarse la esencia a sus propias comunidades.
“Pensamos eso desde el principio”, señala Goodell. “Sólo que no sabíamos que serían 80.000 personas”.