‘Napoleón’ reseña: Joaquin Phoenix es absolutamente brillante
Es un espectáculo de dos horas y media que transmite brutalidad histórica con el estilo fuerte, astuto y moderno del cineasta
Napoleón Bonaparte ha formado parte de la historia del cine desde sus comienzos. En 1897, fue el tema de un cortometraje dirigido por Louis Lumière, mientras que, en 1927, acaparó la atención del cineasta francés Abel Gance, cuya epopeya de cinco horas y media (uno de los grandes logros técnicos del medio) pretendió ser la primera de seis películas sobre la vida del emperador.
De allí en más, ha causado frustración entre las grandes personalidades del cine: Charlie Chaplin, Stanley Kubrick y Steven Spielberg soñaron con llevar a Napoleón a la pantalla, y fracasaron. Su atractivo, un lodazal de genialidad, megalomanía y arrogancia, ha sido irresistible para quienes se dedican a captar las infinitas contradicciones del espíritu humano.
La visión de Napoleón de Ridley Scott, en última instancia, no tiene un sentido real de lo insuperable. Es solo una culminación del propio legado del director como uno de nuestros mejores narradores y formadores de la cultura pop. En resumen, es la vida de Napoleón como solo Scott puede contarla, llena de vitalidad, espectáculo y machismo. Sus escenas de combate son emocionantes, un retroceso al tipo de entretenimiento que ya no le interesa a nadie en Hollywood (salvo a Ridley Scott, por supuesto). Al mismo tiempo, puede ser carente de pasión, a fin de capturar de manera precisa al hombre que supo ser descrito como “un experto de ajedrez cuyos oponentes resultan ser el resto de la humanidad”.
La historia en sí resulta un poco densa. Comienza con un joven Napoleón (Joaquin Phoenix), cuyo ingenio militar lo hizo indispensable para hombres ávidos de poder como Paul Barras (Tahar Rahim), que capitalizaron el caos provocado por la revolución francesa. Con el paso del tiempo, se convierte en primer cónsul y, luego, en aquel emperador que extendió su poderío por toda Europa. Sin embargo, al igual que su héroe Alejandro Magno, descubre que los imperios no pueden sostenerse solo con conquistas. Luego de su derrota en Waterloo, es desterrado por los británicos a Santa Elena, donde muere seis años después.
Se dice que tres millones de franceses murieron por sus locuras.
Al imperio construido a fuerza de cañones se le suma el toque sanguinario de Scott, una marca registrada desde su debut con Los Duelistas (1977) y El último duelo (2021). Y, en un esfuerzo por resumir tantos eventos importantes en dos horas y media, demuestra una formidable eficiencia en el uso del lenguaje visual. La brutalidad de un campo de batalla del siglo XIX se puede percibir, ya sea desde las aguas heladas de Austerlizt donde murieron ahogados 2.000 soldados rusos bajo la artillería francesa, o bien desde el trasiego de la infantería británica y las formaciones cerradas que resistieron a la caballería francesa en Waterloo.
También atribuye gran parte de la psicología impenetrable de Napoleón a su emperatriz, Josefina de Beauharnais, a quien Vanessa Kirby interpreta de manera sublime como una mujer altiva, astuta y manipuladora. El cortejo no es para nada romántico, pero da gusto verlo. Es un romance entre dos sociópatas comprometidos con representar el amor, con escenas de sexo breves, vulgares y absurdas, y un Napoleón cuya idea de seducción consiste en relinchar como un semental.
Napoleón es una epopeya histórica tradicional, con el estilo fuerte, astuto y moderno de Scott. El guion de David Scarpa se adapta a las ambiciones del director, aunque es más débil cuando se toma licencias narrativas. Scott quizás tiene todo el derecho de menospreciar a quienes se desviven por comprobar los hechos históricos, pero la forma en que el legado de Napoleón todavía moldea el discurso político francés moderno no lo exime de su responsabilidad. Y, al apresurarse en retratar el anhelo de dominar el mundo, como una alternativa a la incapacidad Napoleón para conquistar a su esposa, le resta importancia a la maquinaria fría y sistemática que impulsó su imperio, como la restitución de la esclavitud en las Indias Occidentales o la masacre de Jaffa en el Imperio Otomano.
Por otra parte, habría que interpretar muy mal la producción de Scott para quedarse con la idea de que Napoleón no era un tirano, lo cual se lo debemos en gran medida a la brillantez actoral de Phoenix. Su versión del personaje es una de las mejores de una larga lista de personajes petulantes que se remonta a su papel estelar como el emperador Cómodo en Gladiador, otra obra de Scott. Es una actuación no solo convincente y magnética en su fealdad, sino astuta en su enfoque: al agregar un toque de desarrollo detenido, el personaje se convierte en un tipo de déspota fácil de reconocer por la audiencia moderna (si saben a qué me refiero).
Mientras Phoenix aúlla, gruñe y avanza a paso firme por la película, queda la sensación de que Scott hizo lo que quiso ¡y lo disfrutó! Se deleita con la emoción de la victoria militar que fue el centro de la campaña de propaganda del francés, lo cual incluye una recreación exacta de La consagración de Napoleón de Jacques-Louis David, seguida de un paneo del mismísimo David en el lienzo. Pero al mismo tiempo, logra desafiar esa ilusión.
Esta no será la última versión de Napoleón, pero al menos, será convincente.
Dirigida por Ridley Scott. Protagonizada por Joaquin Phoenix, Vanessa Kirby, Tahar Rahim, Ben Miles, Ludivine Sagnier, Matthew Needham, Youssef Kerkour, Édouard Philipponnat y Rupert Everett. Duración: 157 minutos.
Napoleón se estrena en cines el 22 de noviembre.
Traducción de Noelia Hubert